Se reconoce a Giotto (c.1267-1337) como el primer pintor de retratos y al movimiento cultural del Renacimiento (en sentido amplio, siglos XIV a XVI), la época histórica donde el arte de la pintura desarrolló este género que logró tan brillantes resultados. El retratista, además, se convirtió en el primer pintor especializado que fue requerido por cortes europeas para pintar cuadros con una demanda creciente, que provenían, principalmente, de Italia y Flandes.
En 2008, el Museo del Prado organizó una excelente exposición con el título El retrato en el Renacimiento. Como es habitual, la muestra estuvo acompañada de un catálogo con estudios de especialistas que han servido de base a estas reflexiones que continúan las realizadas sobre el retrato en la pintura contemporánea (aquí).
En los análisis sobre este fascinante género pictórico, aparecen diversas polaridades de las que destaco dos:
- Interior/exterior de la persona retratada expresados en el cuadro. No se da solo la exigencia de reproducir la imagen exterior, sino la de mostrar su interioridad. El retrato construye una imagen de la personalidad de la persona retratada en la que expresa su posición social.
- Realismo/idealismo del retrato. Que el cuadro sea fiel a la apariencia de la persona retratada (“exigencia del parecido”) y, a la vez, que pueda idealizar, con realismo o sin él.
Interior/exterior: apariencia física, carácter, estatus
Dice M. Falomir en el Catálogo, p.17:
… en su entorno [de Giotto] se elaborará la primera definición del retrato que conocemos, cuando hacia 1310 Pietro d’Abano señaló que el retrato debía reflejar tanto la apariencia como la psicología del individuo.
Cuando se habla del retrato, muchas veces se hace referencia a la dicotomía entre exterior e interior de la persona, insistiendo en que el retrato debe reflejar las dos. La distinción la podemos comprobar vivencialmente, aunque también somos conscientes de la profunda e intrínseca relación entre ambas dimensiones, lo que posibilita el juego de la apariencia que revela y/o esconde. Cuando se afirma que debe reflejar tanto la apariencia como la psicología, parece que se da a entender que el pintor se puede quedar solo con la apariencia exterior, cosa que no creo posible.
Un rostro inexpresivo es un un rostro en el que ya no hay vida, el rostro de un cadáver. Curiosamente, en el Renacimiento, muchas veces se utilizaban máscaras mortuorias para tener un modelo sobre el que hacer el retrato y así perpetuar de alguna manera su presencia. Pero al hacerlo, el pintor debía “dar vida al rostro”. Si el artista no posee la destreza básica necesaria, resultará ser un mal retrato que no refleje la apariencia y en el que la expresividad puede ser muy equívoca. El retratista debe tener la pericia necesaria para expresar todo esto a través de la mirada, la posición de las manos a la que tanta importancia le han dado en la retratística clásica, la postura, el decorado, la ropa, etc.
En el rostro se condensa la expresión de la persona. Como dijo Cicerón, “la cara es el espejo del alma, y los ojos, sus delatores” (imago animi vultus, indices oculi; “la cara es la imagen del alma y los ojos el índice”, De oratore III, 59, 221). En el rostro condensamos la expresividad, y en él, los ojos, que convierten la mirada en expresión viva de nuestros sentimientos. También el gesto es indicio y expresión de nuestra subjetividad, de nuestras intenciones y sentimientos, así como la manera física de estar y moverse, de sonreír, de mirar. Se puede considerar, de manera inicial, que al hacer el retrato de una persona se está tratando de reproducir su personalidad manifestada a través de su rostro, gesto y contexto en el que cuenta la vestimenta, los símbolos de oficio, el marco físico en el que está. Se retrata así no solo su aspecto físico y el estado de ánimo, sino también su papel social usando atributos cuyo significado era, en principio, conocido por aquellos a los que importaba dar el mensaje.
La destreza técnica y la elección de temas y aspectos, son ingredientes de la construcción pictórica de la imagen en la que consiste un retrato. Pintar un cuadro es realizar una imagen que, sin esconder su carácter de imagen, crea una ilusión de realidad. Pintar un retrato es, también, crear una imagen pública de la persona. Un ejemplo claro es la imagen que se quería dar de la majestad en los retratos de corte, retratos con una clara función propagandística. O el autorretrato del mismo artista que da una imagen de sí mismo pretendiendo asemejar su imagen social a la de otras personas, tema tan presente también en el Renacimiento.
Retratar e imitar, realismo e idealismo
Vasari distingue el retratar del imitar. Retratar se entiende como copia mecánica de algo (ritrarre), e “imitar” (imitare) como representar el motivo no tanto como es literalmente, sino como debería ser, mirando un ideal.
En el uso habitual de estas palabras, retratar guarda esa idea de copia exacta, de fidelidad al motivo o tema retratado. Hay expresiones hechas que así lo indican: “es el vivo retrato de su padre” o “este comportamiento te ha retratado”, que hacen referencia a una semejanza intensa que es casi sinónimo de copia. En pintura, hacer un retrato es crear una imagen que se acerque o que sea copia fiel del tema. Estaríamos en la dinámica del realismo tal como habitualmente se entiende: que la imagen pictórica represente lo real tal como lo vemos, que la imagen pintada de la persona refleje cómo es ella misma en realidad.
En tensión con este realismo, el retrato pictórico siempre ha tenido presente el idealismo entendido como pintar el tema siguiendo un ideal. A diferencia del retratar, Vasari habla aquí de “imitar”, y aquí, la exigencia del parecido, propia del retrato de casi todas las épocas, se matiza. Por ejemplo: la semejanza puede usar dos procedimientos opuestos como explica Falomir siguiendo a Quintiliano.
a) La dissimulatio que esconde los defectos. Un ejemplo sencillo es el de pintar a alguien del perfil “bueno” y así no pintar algo del otro lado que se considere defectuoso: una mancha en la piel, una verruga, algo que le pase al ojo, por ejemplo.
b) La simulatio, sería un procedimiento opuesto en cierto sentido. Aquí no se trata de no representar algo, sino de falsear directamente algo. Se atenúa un rasgo de la cara, no se pinta la verruga del ejemplo anterior o se pinta más pequeña. Al principio, el primer uso se consideraba legítimo, el segundo no. Pero poco a poco, este segundo se fue extendiendo.
Si idealizar es esconder esto o aquello, ¿siendo idealista se cumple la “exigencia de parecido?” En la vida ordinaria decimos cosas como “¡qué bien sales en esta foto!”. No solo la expresión facial, sonriente y serena, por ejemplo, sino también lo propio de la foto: el ángulo, la luz, que no salga tal parte del cuerpo… Viendo la imagen podemos decir que todo es real, que no hay mentira o simulacro. Pero también vemos con claridad que en ese tipo de imágenes se ha producido un fuerte proceso de selección de lo que se ve. Lo hacemos también con el vestir, el peinado, etc. construyendo nuestra imagen a la hora de “prepararnos”. Son dos trabajos sobre el aspecto, son dos modos de construir la imagen: el real, cuando nos preparamos; el imaginativo, que se realiza en la pintura, y que hoy repetimos con mayor o menor destreza, con las fotos.
¿Hay diferencia entre el imitar según el ideal del que hablaba Vasari y el hecho de “arreglar la foto con photoshop”? Si quitamos un grano de la cara con un programa informático, ¿hay diferencia con el hecho de taparlo con maquillaje? En los dos casos parece que el rostro “natural” no tiene grano en la cara. Los pintores también utilizan trampantojos ilusionistas como procedimientos al servicio de la semejanza: cuellos más largos o cortos de lo normal, espaldas más alargadas.
Pero hay un momento en el que el embellecimiento de la imagen se separa de lo real al alterarlo. Ya no se trata de esconder o quitar, sino de hacer parecer más alta, más guapo… Ahí se produce un embellecimiento que «no se puede hacer ni con photoshop”, ya que se está alterando la fisonomía de la persona que se retrata. Al alterar la fisonomía, el retrato se aleja de la “exigencia del parecido” que parecía regir la factura de estas obras. Esta exigencia afectaba en primer lugar al aspecto físico, pero también hacía referencia al estatus significado con vestimentas, decoración y uso de diversos símbolos o atributos.
Esta alteración de la apariencia admite variantes. Lo más usual, y presente en esta época renacentista, es la alteración “positiva”, el embellecimiento de la persona retratada. Esta alteración hacia lo mejor está presidida por el ideal de la belleza. En una época con una fuerte presencia del pensamiento neoplatónico, lo bello se piensa en términos luminosos: resplandor, luz, claridad, perfección de la forma (formositas, hermosura de lo dotado de buena forma) a la que el eros humano aspira como su medida propia. Ahora no somos tan neoplatónicos, pero seguimos valorando la belleza de la apariencia como hemos mencionado antes. En esta época, lo bello y lo ideal tenían acentos propios que conectan con la idea, ahora obsoleta, de majestad.
El poder de las imágenes
Que las imágenes puedan ser poderosas no creo que se discuta en la actualidad. La información evidente que a veces dan, la contundencia de algunas imágenes que impactan emocionalmente, son ejemplos del poder de las imágenes. La famosa frase “una imagen vale más que mil palabras” es verdadera a veces, aunque sin exagerar, no siempre. A veces es verdad lo contrario. Pero la idea antigua da que pensar. Podemos pensar en el carácter retórico de algunas imágenes capaces de crear afectos que mueven a actuar. Las imágenes publicitarias se realizan con la intención de promover una acción: comprar, ir a tal sitio, votar a tal persona… Los carteles que se han colocado en las habitaciones y que alimentan un estado de ánimo muchas veces asociado a un estilo de vida. Las fotografías de familiares o amigos fallecidos que fijan, y modulan, nuestro recuerdo. Son estos ejemplos actuales del carácter movilizador de las imágenes.
Hay dos ámbitos en los que destaca la presencia del poder de las imágenes: el político y el religioso.
En el catálogo de la exposición citado se explica bien la influencia de los iconos en el nacimiento y desarrollo del retrato moderno. Imágenes que se creían muy antiguas y, por lo tanto, verdaderos retratos de las personas representadas, transmitían la idea de que, por ejemplo, la imagen de Jesucristo o los apóstoles, veraces por ser antiguas, eran cauce de comunicación no solo del mensaje, sino del poder de Dios. Podemos recordar que para la teología oriental actual, los iconos son sacramentales, son formas de presencia de la gracia de Dios, expresión visible de lo invisible.
Y conservando cierta relación con esto. Las galerías medievales de retratos de reyes que se conservan no eran retratos de personas concretas. Eran rostros acompañados de los atributos de la monarquía. No parece que importase el parecido físico ya que lo que se quería transmitir era la imagen de la majestad así como el linaje, no los rasgos concretos de tal o cual rey.
Se asociaba a la idea de majestad la de gloria, la de manifestación de lo excelente, algo presente, tiempo después, en las obras de Lope (Lo fingido verdadero de 1608, por ejemplo, comentada aquí) o Calderón, por ejemplo. Parece concebirse la misma persona del rey como retrato de una realidad algo intangible y superior como es la majestad. Como si la persona del rey, la majestad que él visibiliza, es poderosa por el solo hecho de mostrarse.
Concluyendo. Son muchas las facetas de este importante género que en el Renacimiento tuvo tantas realizaciones excelentes. Un género con el que se pretende representar la personalidad de la persona retratada, su carácter, su aspecto, su posición social e incluso sus ideales. Esta pretensión que rebasa lo meramente visible, apela a la inteligencia del espectador. Leonardo y Miguel Ángel repetían que el arte de la pintura era hecho con las manos y, sobre todo, con la mente, para justificar así la nobleza de ese arte, que no era algo meramente manual, artesanal. También el ver un cuadro es algo mental, no solo algo que se haga con los ojos. La dimensión simbólica en este arte “realista” está muy marcada, y con ella se apunta a ese más que los verdaderos artistas han sabido reflejar.