“El don de la ebriedad” (1953) de Claudio Rodríguez (I)

Claudio Rodríguez (Zamora 1934 – Madrid 1999) es uno de los grandes poetas españoles de la segunda mitad del siglo XX. Es autor de una obra relativamente corta pero muy valorada. Son cinco los poemarios que publicó: Don de la ebriedad (1953), Conjuros (1958), Alianza y condena (1965), El vuelo de la celebración (1976) y Casi una leyenda (1991).

Además de poeta, fue traductor. Ya en el bachillerato leía a Rimbaud en su idioma y tras sus estudios universitarios fue lector de español en Nottingham y Cambridge. Recibió varios premios, entre ellos, el Premio Nacional de Poesía (1983), el premio Príncipe de Asturias de las Letras (1993) y Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (también en 1993). En 1992 tomó posesión como académico de la lengua (aunque fue elegido miembro en 1987). Pueden verse más datos biográficos aquí, y también en esta página en la Biblioteca Virtual Miguel Cervantes y en esta otra.

El primer libro, Don de la ebriedad, es el que quiero comentar en esta entrada. Escrito a una edad muy temprana, entre los 17 y los 19 años, es un libro logrado que se publica en 1953 tras conseguir el Premio Adonais. Dotado de una sabiduría poética cimera, acierta a condensar en el título la visión que va a acompañar, con matices, toda su producción poética. Una visión que se puede sintetizar de la siguiente manera.

  • El yo poético experimenta la comunión con lo real, con la naturaleza. Esa comunión es la acogida del don de lo real y del don de la poesía con la que nombra tanto la naturaleza como su experiencia.
  • Esa comunión lleva a la “participación” -como él mismo dice- que se expresa en el intercambio de características, de propiedades, entre la subjetividad del poeta y la naturaleza.
  • Esa mirada poética se realiza en la ebriedad, estado de ánimo entusiasta provocado por el don acogido. Por eso la poesía es canto.
  • La apertura henchida que modula la mirada del poeta, es una mirada amorosa que permite no quedarse en la mera apariencia de las cosas sino trascenderlas.

Ritmo del andar, ritmo del poema

“Poeta andariego”. A él mismo le gustaba comentar que pertenecía a esa ilustre estirpe. Le gustaba caminar por sus tierras de Zamora, por sus campos, en contacto directo con la naturaleza. Los poemas de este libro expresan esta experiencia vital de comunión e identificación con la naturaleza participando de sus cambios, asistiendo a su brotar, a su “creación”. Y va a ser esta actitud contemplativa la que permita captar la maravilla de lo real.

¿Quién tiene esta experiencia? Se suele distinguir habitualmente el “yo poético” del autor de los versos aun cuando es frecuente que los poemas estén escritos en primera persona. ¿Quién habla en esos poemas? No podemos afirmar nunca con seguridad quién habla, no estamos seguros si el autor crea un personaje o es él mismo el que se identifica con el yo del poema. Por eso hay que afirmar, en la poesía en general, que quien habla es el “yo poético”, sea el mismo poeta o un personaje creado por él. Si hablamos de que los poemas expresan la experiencia, hablamos, por lo tanto, de la experiencia del yo poético.

Al caminar se experimenta un ritmo regular, ritmo que él quiere reflejar en sus poemas. Nosotros como lectores podemos percibir ese ritmo aun cuando no lo analicemos. Para poder percibirlo, la poesía exige una lectura apropiada. Hagamos la prueba de leer un poema en voz alta, en un ambiente de silencio, siguiendo con atención los versos, la puntuación… O leamos, como será habitual,  en silencio, sin música de acompañamiento, sin ruidos exteriores que nos distraigan o entorpezcan. Se trata de oír las palabras, la cadencia de los versos. Una lectura la del poema que será más lenta que la de un texto en prosa por la razón dicha: tenemos que oír las palabras y los versos del poema, experimentar su ritmo, su musicalidad.  La lectura invita, además, a demorarnos en esas imágenes que nos evocan realidades y emociones muchas veces insospechadas.

La experiencia de la lectura del poema es análoga a la experiencia que de la naturaleza podemos tener cuando caminamos. El ritmo de la naturaleza, los colores de los campos que experimentamos al andar, el pararse a escuchar un silencio que no es tal ya que se oye el aire que mueve hojas, los sonidos de los pájaros… Una musicalidad inunda la naturaleza en la que también, como en el poema, nos sentimos a nosotros mismos sintiendo y experimentando la dicha de sentir que siempre está ahí a nuestro alcance.

El primer poema del libro

Siempre la claridad viene del cielo;

es un don: no se halla entre las cosas

sino muy por encima, y las ocupa

haciendo de ello vida y labor propias.

Así amanece el día; así la noche

cierra el gran aposento de sus sombras.

Y esto es un don. ¿Quién hace menos creados

cada vez a los seres? ¿Qué alta bóveda

los contiene en su amor? ¡Si ya nos llega

y es pronto aún, ya llega a la redonda

a la manera de los vuelos tuyos

y se cierne, y se aleja y, aún remota,

nada hay tan claro como sus impulsos!

Oh, claridad sedienta de una forma,

de una materia para deslumbrarla

quemándose a sí misma al cumplir su obra.

Como yo, como todo lo que espera.

Si tú la luz te la has llevado toda,

¿cómo voy a esperar nada del alba?

Y, sin embargo -esto es un don-, mi boca

espera, y mi alma espera, y tú me esperas,

ebria persecución, claridad sola

mortal como el abrazo de las hoces,

pero abrazo hasta el fin que nunca afloja.

La experiencia poética

Siempre la claridad viene del cielo;

es un don: no se halla entre las cosas

sino muy por encima, y las ocupa

haciendo de ello vida y labor propias.

Así comienza el libro. En este primer poema ya se recogen muchas de las experiencias e ideas que va a ir desgranando en el resto de la obra.

La experiencia incluye en sí misma la interpretación de lo vivido ya que para nosotros forma parte de la vivencia de los hechos vividos el captar su significación. Interpretemos bien o no ese sentido, parcialmente o en profundidad, el significado determinará la experiencia de cada vivencia particular, la de cada uno. Considerar la claridad como don como hace nuestro poeta es interpretar y desvelar un sentido que configura su experiencia de manera singular. Un nuevo día nace, una iluminación progresiva de todo hasta la plenitud de la luz que es la claridad en la cual todo se ve.

Es esa misma claridad la que es don. ¿Por qué afirma que la claridad es un regalo, un don? Literalmente, porque viene del cielo, lugar donde está el sol. Claudio Rodríguez dijo en la conferencia citada que era un poeta religioso no confesional. Algunas de las expresiones e ideas que utiliza provienen del cristianismo. El don que viene del cielo, la creación… son temas propios de la fe cristiana aunque no es un poeta confesional como dice.  Si dice que lo natural es creado expresa que aquello que es, es novedad y aparición.  Y la aparición es fruto de la “vida y labor más propias” de la claridad, de la luz, del iluminar. Más abajo exclama:

Oh, claridad sedienta de una forma,

de una materia para deslumbrarla

quemándose a sí misma al cumplir su obra.

No solo alude al aparecer nuevo sino que en su labor, la luz, la claridad, se desgasta a sí misma para conseguir su obra. Donación total de sí para que lo dado sea.

Claudio Rodríguez parece usar aquí de manera no teológica conceptos tradicionalmente usados por la teología y que tienen un potencial de significación que permite nombrar lo humano y sus vivencias de una manera más rica. Profundizar en el sentido de lo humano, de su experiencia del mundo, de la vida, es algo que el poeta sabe hacer. Y aquí, el poeta y la persona religiosa muestran su familiaridad, su vecindad,  ya que ven en lo real una honda dimensión de profundidad que la define. Nombrar la experiencia humana, describirla en sus matices, es aportación del poeta que percibe riquezas escondidas a miradas más materialistas, más utilitaristas. La mirada contemplativa del poeta no habla de lo divino pero sí que realiza y describe un movimiento “trascendentalizador” como dice Bousoño.

La experiencia poética de estos poemas tiene dos dimensiones. Una, la ya mencionada: interpretar y leer el significado de los hechos, de las realidades naturales, de su estar. Esto es propio de toda experiencia. Pero hay un elemento que se añade y que hace de ella una experiencia poética. El escribir el poema es también constitutivo de la experiencia. Al poner nombre a lo que vive ilumina el significado del acontecimiento y también de su vivencia. En el decir literario la experiencia humana alcanza su estatuto de experiencia poética. De hecho no solo es don la claridad, también es don la poesía. Si en la claridad se sintetiza lo real, en el poema el yo poético aclara su vivencia. Aunque con un matiz importante: la experiencia está dicha en el poema pero las palabras no pueden expresar la riqueza de lo real. Su palabra será insuficiente para decir toda esta riqueza.

El aparecer, el don siempre nuevo de la luz

En la claridad se vive el siempre nuevo aparecer de la naturaleza que se vive como don.  La asociación entre el amanecer y el nacer es perenne. “Nuevo día”, decimos. “Así cada mañana es la primera” (Libro 3,II) dice Claudio Rodríguez. Cada día es nuevo, cada día muestra su carácter de creado ya que ningún día es copia fosilizada. Todo vuelve a aparecer como el primer día.  En la novedad del nuevo día que se nos regala, el poeta experimenta el mismo aparecer.

En el aparecer se hace presente lo que es, se da, se ofrece. Y en ese ofrecimiento acogido experimentamos verdaderamente lo real. Lo primero es asistir a la maravilla de lo real que siempre aparece en el amanecer en el que se nos hace presente el mundo. Aparece una pregunta extraña:

 ¿Quién hace menos creados

cada vez a los seres?

¿Qué significa esta pregunta?  Parece haber algo/alguien que oscurece su carácter de creado, su carácter de novedad, de presencia de belleza y de ser. Parece que esta pregunta sería la intrusión de un pensamiento en medio de la experiencia poética de lo bello, del aparecer prístino de lo real. Se introduce la sombra de un miedo, de una tristeza.

Puede ser una tristeza como signo de la presencia de la muerte, de la caducidad. También puede ser la presencia de artificios en el medio natural.

Pero a la anterior, le sigue esta otra pregunta:

¿Qué alta bóveda

los contiene en su amor?

Esos seres menos creados también son conservados en su amor. La alta bóveda será lo celeste, el cielo que vemos. El universo, el planeta tierra, es el albergue de todo. Un albergue que cuida, que todo lo contiene. Parece que el amparo es la palabra positiva última en estas preguntas que atestiguan esos matices.

El don, impulso que eleva

El don no solo se vive en el aparecer. El don también se manifiesta en la cualidad del impulso que eleva. El impulso se vive tanto en el dar activo de lo real como en el deseo del poeta. Aunque estas dos propiedades se intercambian: lo real desea, el poeta da.

Este don es un dar activo de la naturaleza. Se afirma que la claridad desea  como forma de nombrar un dinamismo propio en el que alcance su finalidad. La luz hace visible las cosas, permite ver las formas. El iluminar de formas hace posible el aparecer de lo real, y la claridad “se quema a sí misma”, desaparece para dejar ser, para que todo aparezca como el primer día. Se da no guardando nada para sí, extinguiéndose, no haciéndose visible a sí misma.

Oh, claridad sedienta de una forma,

de una materia para deslumbrarla

quemándose a sí misma al cumplir su obra.

O también:

La flor vive

tan bella porque vive poco tiempo

y, sin embargo, cómo se da, unánime,

dejando de ser flor y convirtiéndose

en ímpetu de entrega.

(Libro 1, IX)

El percibir este “ímpetu de entrega” anima al corazón a darse

Como el mantillo de los campos, basta,

basta a mi corazón ligera siembra

para darse hasta el límite.

(Libro 1, VIII)

Pero hay un límite: mientras que la naturaleza se da mi cuerpo es límite.

Sobre la voz que va excavando un cauce

qué sacrilegio este del cuerpo, este

de no poder ser hostia para darse.

(Libro 1, IX)

En la próxima entrada completaré estas reflexiones.

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