“El don de la ebriedad” (1953) de Claudio Rodríguez (y II)

Con este texto completo las reflexiones de una entrada anterior en la que reflexiono sobre la visión de Claudio Rodríguez expresada en su libro El don de la ebriedad (1953) y fijándome, sobre todo en el primer poema.

La ebriedad, la espera y el encuentro

En el asistir al aparecer se experimenta la dicha y la alegría de vivir. Una dicha intensa embarga el ánimo que vive en este aparecer una experiencia que colma la subjetividad por la que se siente transportada y ebria. El vocablo “ebriedad”, de ascendencia platónica (el propio poeta liga la ebriedad al entusiasmo platónico del Fedro) nos habla de un sentirse invadido por lo bello, y a la vez, nos habla de un sentirse llevado a nuestro lugar propio.

El don eleva la subjetividad del poeta. Aquí se da la ebriedad. El “ímpetu de entrega” acogido se vive como dicha, como rapto. Ese sentimiento intenso que se corresponde con la maravilla que se da permite descubrir que la claridad es lo que se espera ya que la dicha revela el anhelo. El encuentro con lo real revela el deseo, la espera, la anticipación del don. La espera del don es vivencia anticipada del mismo, y por eso también la espera del nuevo día es don.

Y, sin embargo -esto es un don-, mi boca

espera, y mi alma espera, y tú me esperas,

ebria persecución, claridad sola

mortal como el abrazo de las hoces,

pero abrazo hasta el fin que nunca afloja.

Esta vivencia del don del aparecer y su espera es una vivencia dialógica. “Mi boca espera”, pero también “tú me esperas”. La misma claridad que se da espera a que el yo poético la encuentre. Es una experiencia de encuentro unitivo que se expresa como “abrazo”.

Uno de los interrogantes que plantea este poemario es la identidad del tú a quien habla aunque el carácter sugerente del significado simbólico que se pueda entrever admitirá distintas lecturas. En primer lugar, ese tú es la misma claridad, la luz, o la naturaleza iluminada con la que se encuentra cada mañana. Expresar como diálogo amoroso la experiencia de contacto con la naturaleza es hablar de una experiencia de comunión (“abrazo”) donde el amante, el yo, encuentra su sitio al sentirse transportado en la ebriedad.

Belleza y semejanza

Se da una correlación entre lo real y la subjetividad. Es una “participación” en la que el poeta expresa su experiencia afirmando un intercambio de propiedades como ya hemos mencionado. Lo real persigue (“ebria persecución”) al darse, busca al poeta, como el amante al amante. Y el poeta se da e ilumina la naturaleza con su decir.

Claudio Rodríguez expresa esta correlación entre lo real y la subjetividad al afirmar que la belleza nos va haciendo a su semejanza. Estos versos los repite en el mismo poema:

La belleza anterior a toda forma

nos va haciendo a su semejanza.

(Libro 1, VII)

En la densidad de la expresión poética se expresa un origen primordial, una “belleza anterior a toda forma”. Una luz que no se circunscribe a ninguna forma, una belleza no limitada a nada, un puro iluminar, una belleza “en sí”, como la belleza platónica que embarga el ánimo y lo arrastra a lo más alto. Esa belleza es lo más deseado. En ese acercamiento, si nos dejamos arrastrar, nos asemejamos a la belleza que irradia. La participación en las propiedades de la naturaleza será el destino del poeta contemplativo.

Esta semejanza de la belleza se asocia al amor ya que solo el amor ve.

Qué verdad, qué limpia escena

la del amor, que nunca ve en las cosas

la triste realidad de su apariencia.

(Libro 3, II)

Que el amor es lo que permite ver lo real como tal es una tesis de raigambre platónica. Amor oculus est, afirmaba Ricardo de San Víctor. O también: ubi amor, ibi oculus. El amor es clarividente porque respeta a lo amado dejando que se manifieste como es, sin que proyecte nada el que mira, lo cual supondría mirar con la lógica de dominación. El yo poético que ve, que se deja educar y llevar a la semejanza de la belleza, es un yo amante, abierto a lo real, al aparecer.

Pero hay algo confuso. ¿Por qué la apariencia es triste? Ver las cosas es ir más allá de su apariencia, y eso será triste si esta apariencia esconde la íntima realidad. Sin embargo la claridad que lo invade todo, que estaba sedienta de forma, permite hacer visibles las cosas, hace posible el aparecer que embarga el ánimo. Todo en su poesía parece indicar esplendor por el hecho de que las cosas son iluminadas mostrándose así en plenitud. Y es solo el amor el que puede ver en verdad. Sin él, la misma apariencia es triste porque no ve lo real en su singularidad, en su riqueza y profundidad, en su unicidad.

¿O es la distinción entre una mera apariencia y una plenitud del aparecer como realidad luminosa? Yo me decanto por esta segunda opción ya que me parece que es lo congruente con el resto de su visión.  Aunque el poeta no pueda nombrar la plenitud de lo que es un su aparecer, el aparecer ante nosotros será pleno si nuestra mirada se deja educar al asemejarse a la luz que iluminando no deja nada para sí. El aparecer, la plenitud del mostrarse se capta en el amor: amor oculus est.

Pero la evidencia de la naturaleza, de la forma iluminada, permite hablar al poeta en un sentido figurado ya que con sus poemas trasciende la descripción del mostrarse. En la tertulia citada, y siguiendo la interpretación que de su poesía hizo Aleixandre, Claudio Rodríguez afirma que la patencia de lo que se ve y que el poeta  expresa en sus poemas, no deberían eclipsar el sentido más profundo al que apuntan. No es que haya un dentro de las cosas que la apariencia tape. Es que la apariencia de las cosas que captamos en la apertura maravillada del poeta amante no debería tapar ese otro sentido al que apunta el poema y que es la misma subjetividad del poeta.

Pero ese sentido es apuntado, sugerido, evocado,. La amplitud de su experiencia, la plenitud de lo real que se muestra en la claridad, la experiencia del don… todo eso, nos habla de la amplitud de su subjetividad, de su iluminación interna. Asemejados a la belleza anterior a toda forma.

La poesía como canto cántico

La realidad que vive el poeta andariego y contemplativo es algo casi infinito.

Hay demasiadas cosas infinitas.

(Libro 1, VI)

Cuándo hablaré de ti sin voz de hombre.

Cuándo. Mi boca sólo llega al signo,

sólo interpreta muy confusamente.

(Libro 1, V)

La vocación del poeta es la de un decir claro. No puede hacerlo como hombre. En esta condición solo se llega al signo, no a la referencia. No se dice lo real ya que excede la capacidad del decir humano. Hay una desproporción entre lo real y el decir. Por eso creo que se puede afirmar que ese decir insuficiente colma algo la distancia si se dice como canto. El canto modula el decir y añade por su misma naturaleza ese más que el mero decir con palabras no alcanza.

Solo cuando la belleza me hace a su semejanza puedo nombrar ese siempre más de lo real que se me da. Y es el canto la manera de decir -sin agotarlo- ese siempre más, esa plenitud del aparecer que descubre mi subjetividad. Solo la poesía como canto nombra, sin ser nombre exacto, lo real.

Pues bien: el aire de hoy tiene su cántico.

¡Si lo oyeseis! Y el sol, el fuego, el agua,

cómo dan posesión a estos mis ojos.

(Libro 3, VIII)

Como siempre, el intercambio de propiedades, la participación. La poesía es cántico, como también lo es la naturaleza luminosa. “El aire tiene hoy su cántico”. El cántico no es aquí el poema, sino una propiedad del aire: “¡Si lo oyeseis!”.

Y otra vez el don: el sol, el fuego y el agua “dan posesión a mis ojos”. En el ver el aparecer de lo natural en su esplendor los ojos alcanzan su sentido, la vista alcanza lo visto que se convierte en posesión para la cual están hechos los ojos. La comunión con lo real.

Es una actitud diferente a la manifestada por Juan Ramón Jiménez que quería salvar la distancia entre el decir y lo real con su famosa petición de Eternidades (1918):

¡Intelijencia, dame

el nombre exacto de las cosas!

… Que mi palabra sea

la cosa misma,

creada por mi alma nuevamente.

Claudio Rodríguez no tiene esa pretensión. Él sabe que la naturaleza es más rica que lo que él puede decir. Es inefable en su realidad última. Además de inefable en última instancia, es aquello que colma el deseo humano. Es don que satisface el hondo deseo, es don que colma.

Yo no alcanzo lo que basta,

lo indispensable para mis dos manos

(Libro 1, VII)

Lo primero es el don de la claridad “sedienta de forma”. Lo segundo, el don de la poesía por la cual, aun siendo insuficiente, consigue que la naturaleza alcance su sentido.

Conclusión

Con las primeras palabra de su discurso de ingreso en la Real Academia (1992), nuestro autor afirma:

Pienso que la poesía es, sobre todo, participación. Nace de una participación que el poeta establece entre las cosas y su experiencia poética de ellas dentro del lenguaje.

La afirmación es neta aunque su sentido complejo. La poesía es participación que es establecida por el poeta. Es el poeta el que establece la participación en la que consistirá la poesía. Y esa participación, si atendemos a sus poemas, se puede entender como comunión con lo real, comunión que el poeta experimenta al abrirse a lo real, al dejarse invadir por su presencia.

Esta invasión de claridad crea en el poeta el estado adecuado para la percepción poética: la ebriedad. Pero la ebriedad tiene como base la espera, ella misma, don. La espera está fundada en la memoria del don, y en la apertura a lo real que colma. El don ensancha la subjetividad siendo así capaz de percibir mejor el don del aparecer. Eso lleva a la subjetividad a un estado de cierta  pasividad en cuanto que es conducido, transportado, transformado a imagen de la belleza.

Pero la pasividad está unida a la actividad del decir poético. La poesía es lenguaje con el que pone nombre a su experiencia, y al hacerlo, la configura. El lenguaje poético nombra el mundo y en ese nombrar, nombra su experiencia del mundo.

Esa participación que el poeta establece tiene como uno de sus recursos la participación mutua de propiedades. No solo el poeta desea, también desea la naturaleza (luz sedienta de forma). La naturaleza da (da de sí como diría Zubiri), y el poeta da. La comunión con lo real produce una comunión de propiedades.

La encina (…)

Con ese viento que en sus ramas deja

lo que no tiene música, imagina

para sus sueños una gran meseta.

Y con qué rapidez  se identifica

con el paisaje, con el alma entera

de su frondosidad y de mí mismo

(Libro 1, III)

Que la claridad desee no es un antropomorfismo. Es una manera metafórica de nombrar el impulso propio de lo real.

El poeta nos comunica la experiencia poética de lo real, de las cosas que vive en su aparecer mientras camina. Esta experiencia es un tipo de mirada configurada por el lenguaje poético. En el decir acaba de configurar su experiencia.

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