El lado sombrío de la vida: el dolor de vivir

Tras la entrada anterior sobre la alegría de vivir, en esta entrada reflexiono sobre lo que podemos llamar “dolor de vivir”, aquel estado de ánimo continuado que aparece cuando se produce un desajuste intenso con la vida. Las diversas artes también han tratado, claro está, este lado sombrío de la vida. Es un tema sobre el que se ha tratado en este blog a lo largo de estos años. Aquí también quiero realizar una breve labor de síntesis sobre diferentes aspectos vistos.

La palabra “dolor” expresa con nitidez lo común a todas las experiencias aflictivas. El opuesto propio de la alegría es la tristeza, pero creo que “dolor” expresa mejor esta falta de concordancia, el carácter ilógico de la aflicción. Muchas veces sabemos por qué estamos tristes, qué bien hemos perdido. A diferencia de la tristeza, el dolor no es intencional, no afirma nada del mundo, solo de nosotros, ya que es pura sensación. Si la alegría es apertura, el dolor es cerrazón.

El dolor de vivir manifiesta que hay situaciones vitales que son contrarias a la misma naturaleza del vivir. Lo congruente debería ser la sensación de vitalismo. Pero muchas veces ocurre que hay algo que rompe la armonía y provoca un gran sufrimiento. En muchas de las obras comentadas en este blog, la causa del sufrimiento es clara. La correlación entre una situación vivida y el dolor que provoca es nítida. Pero en otras, se subraya un estado de ánimo en el que la causa no se conoce bien. Siempre la habrá, pero puede no ser un hecho traumático, sino un cúmulo impreciso de circunstancias que ocasionan que este dolor pueda llegar a convertirse en algo regular.

Stromboli es una película dirigida por Rossellini en 1950. La película es un buen ejemplo de la realidad del “dolor de vivir”. Tras la segunda guerra mundial, la dureza de las condiciones de vida, la decepción y el abatimiento como caída brusca desde unas expectativas de mejora con las que llegó a la isla, la experiencia de rechazo sufrida por el hecho de ser diferente y, en definitiva, la desolación y el desamparo que sufre la protagonista mientras huye. Todas estas características señaladas son ingredientes de esta dura realidad que es el «dolor de vivir».

La pérdida de un tú querido

La pérdida de un ser querido es causa de un gran dolor. La vida pierde sabor ya que se comprendía la vida de la otra persona como parte de la propia. Si esa persona falta, falta algo necesario para ser yo, y vivir se convierte en algo doloroso. Veamos tres ejemplos distintos, tres salidas diferentes a esta situación.

La película alemana Cerezos en flor (Doris Dörrie, 2008) narra un proceso de duelo de manera delicada y esperanzada. A través del conocimiento de algunos aspectos de la cultura japonesa que su mujer amaba, su proceso de duelo puede orientarse a la reconciliación con la pérdida sin dejar por eso de sentir la ausencia de su mujer.

Edvard Munch, Det syke barn, 1896, Museo Munch (fuente: WikiArt)

Más duro es leer un poemario como Hilos (2007) de Chantal Maillard, quien nos dice que este, y otros libros suyos, son expresión del duelo por la muerte de un hijo. La poeta pone nombre a su dolor prolongado en un análisis riguroso del mismo. El cansancio vital, la reclusión de quien no quiere salir y prefiere quedarse sola, la falta de actividad de una persona decaída, de quien no quiere hacer nada… son aspectos descritos en uno de sus poemas titulado El cansancio. Maillard comparte con los lectores una salida que consiste en una liberación del yo, un “desprenderse en vida” tal como las sabidurías de la India le enseñan.

“Vivir sin ti” es una de las formas básicas de dolor humano que puede llegar a convertir la misma vida en algo doloroso, sin sabor, sin ligereza. Esto mismo le pasa a uno de los protagonistas de El rey pescador (Terri Gilliam, 1991) que llega a perder la cordura, el sentido de la realidad, ante la muerte repentina y violenta de su mujer. Los ideales y buenos sentimientos que le definen se enfocan de manera fantasiosa, y se reconducen, tras un lento proceso de sanación, a medida que se abre a otro tú.

Ser víctima de un sistema de dominación injusta

Todas las sociedades, y en todo tiempo, han estado marcadas por diferentes sistemas de dominación injusta. Cuando esto ocurre, los dominadores aceptan que ellos son más valiosos que los otros y, por lo tanto, se creen con derecho a dominar (dominus, “señor») a los demás. Por lo tanto, no se reconoce plenamente  el carácter personal de todos, sino solo el de algunos privilegiados.

Las estructuras injustas son muchas, y la exigencia de reconocimiento por parte de los colectivos sometidos es una de las claves de la historia moderna. Las personas pertenecientes a esos colectivos sufren de entrada una situación de opresión, sufren por tener menos oportunidades para el desarrollo, etc. Nacer, crecer, en un marco social donde, de entrada, se es considerado de menos, se es oprimido, hace de la vida algo difícil y costoso. El dolor de vivir que estoy comentando encuentra en la dominación injusta una forma propia. De hecho son innumerables y en muy diversos grados. Algunas de las películas ya comentadas en el blog son claros ejemplos de esta problemática.

La linterna roja (Zhang Yimou, 1991) narra la vida de una mujer en un régimen de concubinato en la China feudal. Las personas valen por su función que, principalmente, es la de poder ser madres y, así, perpetuar el linaje. Como pasa siempre con los sistemas de dominación, la valía humana depende de la funcionalidad. Por lo tanto, el valor de la persona es meramente instrumental. Como bien dice la protagonista de la historia definiendo la situación: “somos fantasmas, no personas”.

Picasso, Viejo y niño, 1903

El largo camino a casa (Richard Peirce, 1991) narra el boicot a los sistemas urbanos de transporte en 1955 y 1956 en la localidad de Montgomery. La película describe con claridad el sistema de segregación racista, así como las diferentes tomas de conciencia de la situación.

En estos dos ejemplos se ve con claridad que las personas que sufren la dominación son víctimas de una injusticia estructural. Ser víctima por ser quien se es: por ser de raza negra, por ser mujer, en estos dos casos (las formas de exclusión, como sabemos, son muchas). La vida es difícil de por sí. Lo es mucho más si se es víctima de una injusticia sistémica. No debería parecer una ingenuidad pensar que este tipo de injusticias, simplemente, no deberían darse. ¿Cómo se puede aceptar que el “dolor de vivir” derivado de la dominación sea algo que se da de manera “natural” para muchos?

Ser despreciado por ser quien se es es una fuente intensa de dolor. Las víctimas de injusticias, además de sufrir tener menos oportunidades sociales para el desarrollo personal, de estar obligados a realizar trabajos mal pagados, sufren también el desprecio. El título de la novela, Humillados y ofendidos, de Dostoievski (1861) lo expresa bien. La humillación es tremendamente dolorosa. Otro sistema de privilegios injustos deriva del clasismo. En La huella (Joseph L. Mankiewicz, 1972) se nos describen diversos juegos de humillación que arraigan en un sentirse minusvalorado desde siempre por no ser “uno de los nuestros”.  Algo contra lo que se rebela el humillado es contra la tendencia a sentirse avergonzado por ser quien se es, entendiendo que la vergüenza que siente el minusvalorado sería efecto malsano del clasismo.

Kafka imaginó una parábola sobre las sociedades modernas en la que da una vuelta de tuerca a la problemática que tratamos. Se trata de la novela póstuma El proceso (1925) de la que Orson Welles hizo una excelente versión para el cine con la película de 1962 del mismo título. La dominación es aquí la de un poder político omnímodo y anónimo, que llega a todas partes pero que no se muestra. Ante él, todos los ciudadanos son sospechosos, pueden ser acusados sin saber de qué. En una sociedad en la que no es posible la amistad, en la que no cabe la confianza entre sus miembros, todos se convierten en víctimas de la ruptura de relaciones personales quedando inermes ante el poder. Aquí, el dolor de vivir, se recubre del sinsentido, del absurdo de la situación. Todo es abstracto, separado de la realidad como dice K., el protagonista.

Ionesco, autor de Rinoceronte (1959). Cuenta de manera dramática cómo caemos en la tentación de abdicar de lo humano cuando vivimos sometidos a un régimen político que tiende a invadirlo todo. K., en El proceso, nunca perdió el uso crítico de la razón. Ionesco, tiempo después, se muestra más pesimista.

La política  es un ámbito clave de la vida humana. Debería servir para promocionar lo humano. Esa es la tesis clásica: no cabe desarrollo moral y personal pleno al margen de la polis, de la justicia. Pero también es uno de los ámbitos por excelencia del mal que crea este dolor de vivir que define muchas vidas.

La literatura y el cine han imaginado sociedades utópicas donde estos males se han erradicado. En el reverso, han imaginado también sociedades distópicas (anti-utopías), bien por creer que no son posibles, como en Rollerball (Norman Jewison, 1975), o bien porque sirven de vehículo para imaginar una sociedad futura si seguimos yendo por los caminos por los que vamos, como en Fahrenheit 451 (Truffaut 1996). De las dos maneras se afirma que corremos el peligro de amputar lo humano si queremos alcanzar una sociedad donde el dolor de vivir no se haga presente.

Facetas de la guerra: el trauma, el envilecimiento

Los que afortunadamente no hemos vivido directamente una guerra, acto también de naturaleza política, no podemos hacernos cargo de manera acabada de lo que es. Los testimonios nos acercan a esa durísima realidad en la que el dolor de vivir se padece de muchas formas distintas. Dos modalidades han sido comentadas en este blog.

Por un lado, el impacto del horror de la película de Resnais Hiroshima, mon amour (1959). El dolor de vivir que se perpetúa en los supervivientes que no tienen palabras para expresar lo innombrable. El dolor emocional del impacto, la memoria y el homenaje de los muertos que se produjeron en un altísimo número a la vez. El trauma es una modalidad específica de este dolor de vivir. El impacto emocional negativo e intenso de un acontecimiento puede dejar una huella muy difícil de sobrellevar.

El otro ejemplo es Vergüenza (Bergman, 1968). La guerra lleva a los protagonistas a un paulatino proceso de envilecimiento que provoca una vergüenza moral en ellos mismos. Las situaciones vividas les llevaron a una toma de decisiones fallidas por las que iban perdiendo la sensibilidad necesaria para vivir respetándose. Ese dolor acompañará sus vidas después de la guerra.

El dolor de vivir como estado de ánimo

Todas estas formas del “dolor de vivir” enumeradas hasta ahora, y tantas otras que faltarían por nombrar, tienen como rasgo común el ser efecto o consecuencia de un tipo de mal sobrevenido “desde fuera”: la pérdida de un ser querido, las diferentes formas de dominación injusta, las guerras… Hay formas de este dolor de vivir que son estados de ánimo. Pueden ser provocados por situaciones como las enumeradas, aunque también pueden no tener una causa directa reconocible. La melancolía, la nostalgia, la falta de conexión con la vida o el hastío pueden ser temples de ánimo que hacen de la vida algo insoportable.

Lars von Trier dirigió Melancolía en 2011, película en la que hace una descripción rigurosa y quirúrgica de ese estado de ánimo doloroso. Este temple provoca en la protagonista un comportamiento enfermizo, ligado a la depresión y a una lucidez especial. Hay una carga que hunde la vida, una pesadumbre que no parece poderse sobrellevar por lo que la existencia misma se convierte en dolor. El lado “positivo”, romántico de la melancolía (escasamente analizado en esta película) subraya la insatisfacción como color de la vida, en la que nada al alcance satisface el anhelo. La melancolía  es, así, el dolor de una carencia existencial imposible de llenar.

Fotograma de Nostalgia (Tarkovski, 1983).  Afín a la melancolía, el director ruso construye una historia y un personaje en el que la conciencia de lejanía le hace perder al protagonista la armonía con su entorno, le hace estar roto por dentro. Ha roto con su pasado, con los suyos.

Louis Malle dirige en 1963  El fuego fatuo, película poco conocida y de duro argumento. El protagonista proyecta suicidarse ante la falta de sentido y se va despidiendo de sus conocidos. Tras una vida dominada por la embriaguez, como él mismo dice, se le plantea la alternativa radical: reconocerse niño, un ser de dependencia alegre, o morir. Ha perdido sensibilidad para “tocar” la realidad, se siente desconectado, incapaz de amar. El hastío lo domina todo. La alternativa estaba muy bien planteada, pero su falta de madurez hace que no vea posible dar ese paso.

Muchas son las formas del dolor de vivir que hacen de la vida una carga. Normalmente vivimos lo luminoso y lo sombrío de manera entremezclada, pero a veces lo sombrío domina el horizonte. Reconocerse niño, desprenderse en vida de lo que ata y quita libertad, luchar por la justicia, encontrar la ilusión de abrirse a un tú que nos acepta, cultivar nuestra humanidad y nuestra conciencia, son, como hemos visto, alternativas que se nos proponen en las obras que hemos comentado. Salidas admirables y congruentes con la lógica de la vida.

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