Laura es una película de 1944 dirigida por Otto Preminger. Basada en la novela homónima de Vera Caspery, está protagonizada por Gene Tierney (Laura, ejecutiva de una agencia de publicidad), Dana Andrews (capitán McPherson, policía que investiga el asesinato), Clifton Webb (el famoso y poderoso columnista Waldo Lydecker) y Vincent Price (Shelby Carpenter, novio de Laura), entre otros. Desde su estreno y hasta hoy, cuenta con un gran reconocimiento de público y crítica. Es mejor haber visto la película antes de leer este comentario dada la peculiaridad del guion.
Laura como protagonista
La película tiene una pareja de protagonistas, Laura y el capitán McPherson. El policía está siempre presente: no en vano, la película cuenta la investigación de un asesinato que ya se ha producido al empezar la película. Pero todos los personajes giran alrededor de Laura, lo que la convierte argumentalmente en la verdadera protagonista.
Que una mujer tenga un papel protagonista en una película considerada como cine negro, es común, pero Laura, y aquí se separa de lo acostumbrado, no es una femme fatale que arrastra al débil varón al abismo, como en Perdición (B. Wilder, 1944; reflexión aquí) o en Deseos humanos (F. Lang, 1954; reflexión, aquí), dos grandes ejemplos de este género cinematográfico. Aunque es una mujer con una indudable belleza que atrae a todos a su alrededor, es un personaje casi encantador, algo que la actriz Gene Tierney logra comunicar gracias a sus delicados rasgos en este papel que la haría famosa.
Laura ha conseguido desarrollar una carrera profesional de éxito en el mundo de la publicidad. No está, como en las dos películas citadas arriba, bajo el dominio de un hombre del que se quiere librar utilizando su poder de atracción para conseguir la ayuda de su amante. No es fatale, pero sabe que puede conseguir cosas de ellos, y que se enamoran de ella con facilidad, aunque no sea una mujer que busque seducir.
Pigmalión: enamorarse de una imagen
La primera parte de la película nos da a conocer la figura de Laura. Tanto el capitán McPherson, que dirige la investigación, como nosotros con él, la vamos conociendo de dos modos. El primero, a partir del relato que el periodista Waldo Lydecker le va haciendo al investigador. A través de su narración con escenas que funcionan como sucesivos flashbacks, vamos conociendo la historia y algunos rasgos del carácter de la protagonista. Pero lo hacemos a través de la mirada de Lydecker, quien vive una clase de amor posesivo, mezcla de admiración y de actitud de dominio. La considera criatura suya y, por lo tanto, como alguien a quien le debe ser como es.
La segunda forma de conocer a Laura es más sutil y singular. El salón de su lujoso apartamento, está dominado por un cuadro, retrato suyo de gran formato. Curiosamente, no se trata de un cuadro real, sino de una fotografía de estudio que se pintó por encima, algo que a Preminger se le ocurrió tras ver una retrato pintado real que no le gustó. El investigador ve la belleza de Laura, y nosotros con él. Algo que los espectadores no conoceremos y sí el policía, es el contenido de los diarios y cartas que encuentra en su escritorio y que lee de forma repetida.
Todo junto, el relato del periodista, los diarios y el cuadro, explican que el inspector se vaya enamorando de Laura. Los espectadores también vamos sintiendo algo de su fascinación. En realidad, la película entera en esta parte primera es la construcción del retrato de una mujer, una imagen idealizada e imaginada para fascinar.
Se realiza de diversos modos un “efecto Pigmalión”. Como cuenta el mito, Pigmalión, rey de Chipre, quería casarse con una mujer perfecta según su criterio. Al no encontrar ninguna, decidió esculpir una bella figura femenina, Galatea, de la que acabó enamorándose. El rey pidió a Afrodita que la estatua cobrara vida, lo cual le fue concedido (puede verse más información, aquí). Es una historia que conocemos a través de Virgilio, Ovidio o Clemente de Alejandría y que ha tenido muchas versiones posteriores: unas cuantas en el siglo XVIII francés (por ejemplo, una ópera de Rameau de 1748 y la obra teatral de 1762 de Rousseau/Coignet, primer melodrama de la historia), y otras en el siglo XX, con la obra de teatro homónima de Bernard Shaw (1914) y el musical que fue llevado al cine en 1964 por G. Cukor (My Fair Lady).
La conducta de Waldo Lydecker se ajusta bastante al mito primigenio. Al contar su historia al detective nos traslada la idea de que él ha sido el benefactor de Laura y que gracias a su apoyo esta ha conseguido desarrollar su carrera profesional, a la par que ha “educado” a su pupila en gustos refinados. Por todo ello, considera que tiene derecho sobre ella. Lydecker ha “creado” una mujer a su imagen, según sus deseos. Laura se separa de esta pretensión de su mentor, mostrando y defendiendo su independencia. El resabio machista del mito es evidente, así como la nefasta idea, aplicada al mundo de la educación, de pretender “crear” una imagen del educador en el educando y no facilitar el desarrollo de sus capacidades (una buena inversión y reelaboración de este esquema dramático, mucho más allá de Laura, es Educando a Rita -L. Gilbert, 1983; reflexión aquí-).
Pero el capitán McPherson también va creando una imagen de Laura. La gran diferencia con el columnista es que no quiere inventar y hacer realidad un sueño. El arte de la pintura, así como las diversas narraciones muestran el poder del arte para despertar la imaginación, crear una fantasía. McPherson se va enamorando de Laura a través del retrato, de las narraciones que sobre ella le hacen y de la imagen de su persona transmitida en sus diarios y cartas. Su propia imaginación llenará los vacíos. Lo que McPherson hace, como Pigmalión, es enamorarse de una imagen, de una mujer imaginada, por otros y por él mismo. Y en este caso, a diferencia de Lydecker, verá realizado su deseo de estar con ella al verla entrar, viva, a su apartamento en el que McPherson se debate.
Realidad y simulacro
La sorpresa es un recurso narrativo de indudable eficacia. Nos gusta que en el cine (o en las demás artes narrativas) nos sorprendan, pero no que nos engañen, que hagan trampa. Son placenteros los giros inesperados e imprevistos en la ficción, como ocurre en La huella (J. L. Mankiewicz, 1972, reflexión aquí). En el caso de Laura, los sorprendidos somos tanto nosotros como el inspector, la misma Laura y los demás personajes de la historia. Para los espectadores era creíble que Laura hubiese muerto aunque el nombre de la actriz hubiese aparecido en grandes letras y su retrato en los carteles anunciadores, dado que el personaje aparece en escenas recordadas, pasadas.
Junto a la sorpresa, aparece la incertidumbre. Desde el punto de vista argumental surge de manera inevitable la duda sobre quién es la mujer asesinada. El enigma se resuelve pronto y aceptamos la solución. Ocurre algo curioso: una vez que sabemos quién es (alguien que no conocíamos), la víctima deja de interesar. Se sigue buscando al asesino que quiso matar a Laura.
Otra incertidumbre que surge, más fina y placentera: ¿será Laura realmente como la han imaginado y deseado, como nos la han dibujado? Aparece, también de manera inevitable, la tensión y contraste entre el realismo y la idealización. Pigmalión creó a Galatea, la representación escultórica de lo que para él era una mujer perfecta. Domina lo físico en este planteamiento, aunque se pueden plasmar rasgos de carácter y actitudes en una escultura a través de gestos y expresiones. Si, de repente, entrase en la estancia, donde Pigmalión tiene la estatua, una mujer idéntica a Galatea, ¿qué hubiese pasado? La mujer de sus sueños parecería existir realmente. Pero ya no sería creación suya, ya no sería su fantasía, ya no sería aquella mujer que querría estar con él tal como lo soñaba. Es muy probable que viviese una decepción porque la mujer real no se ajusta a su sueño. El choque entre sueño y realidad sería grande (aunque, tal vez, lo real superase la ficción, como dice el eslógan). El espesor de la experiencia vital es mucho mayor en la vida real que en la imaginada. En la vida real, la alteridad personal se vive con intensidad, mientras que, como producto de la ensoñación, la otra persona es una mera imagen.
En la película queda clara la tensión entre realidad y simulacro. La Galatea del mito es la misma estatua dotada de vida. Pero Laura es real antes de la creación de su imagen. El afán de posesión dominaba la actitud de Lydecker: quiso crear una Laura que respondiese a sus sueños, pero ella se resistió. Aunque haya algo en su persona que sea fruto de haber sido modelada por otro, así lo cree al menos Lydecker, ella no es un simulacro. De hecho, Lydecker sufre porque su Laura soñada se opone a la Laura real que se resiste a sus intereses. Por eso la quiere matar: “o eres mía, o de nadie”, “no te he creado para que seas de otro”.
Final
Laura es una gran película basada en una buena novela. La película no deja de ser una investigación de asesinato, con un clímax final que se resuelve de forma tradicional. En toda investigación, se despierta la curiosidad sobre quién ha sido, cómo lo ha hecho… El enigma a resolver, viene acompañado por las sospechas, los indicios, los engaños… La desconfianza y la vigilancia propias de la sospecha crean una tensión que mantiene el interés en el visionado de la película. Pero todo ello, que es entretenido como mil obras más como esta, viene modulado por la sorpresa, el enamoramiento y, sobre todo, por ese planteamiento inicial en el que domina lo onírico, la imaginación, la fascinación…