Continúo en esta entrada la reflexión sobre el arte Dadá, esa propuesta artística rompedora del primer cuarto del siglo XX que tanta influencia. Tras hablar de su impulso inicial caracterizado por el rechazo y su propuesta activa, teatral (performance) de presentación, abordo otras cuestiones que plantearon con radicalidad: la pregunta por el significado y por la naturaleza misma del arte.
La ruptura entre palabra/imagen y significado
Más allá de la performance, quedan las obras que hoy podemos ver expuestas en los museos. Dos procedimientos basados en dos rechazos son los que destacan en ese afán disruptivo que define el Dadá: el rechazo del logocentrismo y el rechazo del naturalismo.
Respecto de lo primero, destacan los poemas de Hugo Ball, poemas de sonidos, sucesión de fonemas que suenan pero que no significan. Poemas compuestos con palabras inventadas o con sucesión de consonantes que pudiesen ser reproducidas en voz alta como ruido. O construir poemas sin sentido, sin lógica. Esta forma de proceder lleva al extremo algo que forma parte de la palabra y de la lengua: su musicalidad, su sonido y su ritmo. Es la “anti-poesía”, como el mismo Ball dijo (ejemplos, aquí). Otra forma es el simultaneísmo de Huelsenbeck, Tzara y Janco que leen varios poemas diferentes a la vez, con lo que se consigue que no se entienda nada.
Con esta forma de hacer se rompe la unión entre palabra y significado. Esto es una forma radical de mostrar que la razón no debe jugar un papel rector. Pero la unión entre palabra y significado es intrínseca. El lenguaje contiene lo pensado, aunque a veces pensemos mal. Las palabras hacen referencia a nuestras ideas y a las realidades conocidas del mundo. Esa referencia es el significado. Podemos conocer mal, pero con el lenguaje pensamos y con el lenguaje nos comunicamos.
Los dadaístas hablaban entre sí, daban conferencias… Utilizaban el lenguaje como lo utilizamos todos. Pero con sus propuestas artísticas realizaban esta ruptura entre palabra (y también la imagen) con el significado. Si ya no porta conocimiento, la palabra se convierte en algo autónomo y auto-referencial. El arte puede hacer realidad esto, simbolizando, por lo tanto, una forma falsa de vida. Al final, parece que toda esta propuesta es un intento de mostrar que en nuestras sociedades existen los sinsentidos. Que no podemos hablar olvidándonos de la vida. Que si lo hacemos, vivimos en un mundo falso.
Esto recuerda una escena muy bien realizada por Jean-Luc Godard en la película Pierrot el loco (“Pierrot le fou», 1965). El protagonista, Jean Paul Belmondo, asiste a una fiesta de la sociedad burguesa. Él se pasea por los salones y escucha hablar a todos usando tópicos publicitarios. La escena da a entender esa falsedad, ese hablar a base de lugares comunes, ese vivir muy marcado por el consumo, esa ausencia de relaciones personales auténticas. Si el hablar es falso, la vida es pobre.
El primado de la razón que quieren denunciar estos artistas es también el primado de la inteligibilidad en pintura. Ante un cuadro figurativo, entendemos algo: es una persona, un paisaje… Con el cubismo se llegó a un límite, ya que muchas veces es difícil reconocer lo que estamos viendo, incluso con ayuda del título. Salirse de la lógica del reconocimiento en pintura es ir hacia la pintura abstracta. Kandinsky con sus improvisaciones y composiciones de la década de 1910 era un “sacerdote” para ellos (junto con Picasso).
El collage era otra forma apropiada para ellos. Arp utilizaba el azar en la composición al pegar un trozo de papel allí donde cayera tras tirarlo. Kurt Schwitters creó la palabra Merz para denominar una técnica y un estilo que, como la palabra Dadá, no significaba nada propiamente. Usó materiales diversos, algunos encontrados en la calle, que la sociedad desecha, y con ellos hizo composiciones pictóricas en forma de collage.
Esta forma de proceder expresa un rechazo frontal del naturalismo en pintura. Se entiende por naturalismo la pretensión ilusionista de la pintura de representar la apariencia de las cosas tal como las vemos. Muchas vanguardias conservaban la figuración, pero introdujeron elementos incoherentes: la deformación de las figuras, el uso “loco” del color…
Una forma de romper con esta inteligibilidad, a la altura de los poemas sin significado, es la abstracción Merz. La abstracción de Kandinsky, que se aleja del objeto a representar (reflexión aquí) fue la vía adecuada para estas nuevas propuestas.
Si no hay inteligibilidad, la pintura (o escultura, o poesía…) se va pareciendo a la música. Esta no tiene un significado proposicional más allá de los textos de la música vocal. Puede imitar metafóricamente ascensos y descensos reales o metafóricos, o sonidos de la naturaleza, pero su sentido se transmite, principalmente, de forma afectiva. Eso es lo que hace el dadaísmo. Es una provocación, una más de las vanguardias (“¡pintan cubos!”, “son unos salvajes –fauves-”), dirigida al espectador para que deje las ideas fuera de la contemplación, para que deje resonar en su interior el impacto de la imagen.
Pero hay otra forma, ya hemos visto algún ejemplo de Picabia y sus máquinas, de construcción de las imágenes en el dadaísmo. Hay una figuración que inventa nuevos artefactos, nuevas formas, que usa la parodia y el uso del zoomorfismo o similar. Crean formas “poco serias”, que se acercan a la estética de la caricatura, del juguete. En estas formas, la ruptura con la inteligibilidad en la imagen recorre otra trayectoria. De hecho, se puede entender bastante bien lo que quieren decir. La inteligibilidad se reintroduce con la creación de figuras metafóricas con la que los artistas pretenden que veamos lo ridículo, al asociar nuevas formas a realidades conocidas.
Los artistas quieren hacer ver. Por lo tanto, tienen una idea clara de la inteligibilidad. Esa era la pretensión: salir de la existencia trágica, de la vacuidad, como decía Tzara. Pero es una propuesta radical que no puede servir para todo en la vida. El arte se convierte en un ejercicio que puede descolocar, simbolizando, además, el rechazo a nuestra formas de vida, a las políticas imperantes. Y así ver las cosas con ojos nuevos.
La pregunta por el arte
Al rechazo del significado en sentido absoluto o a la propuesta de crítica de los significados convencionales, se une el rechazo de la tradición de la historia del arte como fuente de inteligibilidad. Prácticamente, todos los vanguardistas reconocen que hay que aprender de los maestros, aunque hagan luego propuestas que se aparten de los caminos académicos. Algunos de los dadaístas dan un paso más allá, al ironizar sobre nuestro respeto por lo que la tradición considera el buen arte. Destaca Marcel Duchamp (1887-1968) quien obliga a replantearse qué es el arte y la contemplación artística, cosa que empezó a hacer antes de la aparición del grupo Dadá.
Destacan al respecto dos obras “irreverentes” de Duchamp, de las muchas que hizo. Pintar un mostacho a una reproducción de la Mona Lisa (1917) es una de ellas. Es una propuesta gamberra (puede verse aquí una breve explicación). ¿Qué significa? ¿Que no nos tomemos demasiado en serio el arte, que no consideremos las grandes obras como algo del todo intocable?
La otra, el conocidísimo urinario (“La fuente”) que presentó, bajo pseudónimo, como una obra de arte y que el jurado de la exposición de la Sociedad de artistas independientes de Nueva York, del que él formaba parte, rechazó mostrar. Actualmente luce una réplica (réplica, para más ironía todavía), en el Tate Modern. Un utensilio del que no solemos hablar; un artefacto hecho en serie… ¿puede ser considerado como una obra de arte?
¿Qué es arte? ¿Lo que los jurados de exposiciones, lo que los museos dicen que es arte? Si luce en una exposición de arte o museo, el objeto se descontextualiza. Deja de servir para aquello para lo que está hecho. El significado de un utensilio es su función. Si se separa del contexto y se coloca en un medio artístico obliga a fijarse en ello de otra manera, mirarlo con otros ojos. Duchamp pretendía provocar, reírse, pero consiguió ampliar el concepto de arte, anticipando el posterior arte conceptual.
Conclusión
Dice Hugo Ball en su diario (20.V.1917):
Si nuestros cuadros abstractos estuvieran colgados en una Iglesia, no haría falta cubrirlos el Viernes Santo. El abandono mismo se ha convertido en cuadro. Ya no se puede ver ningún Dios, ninguna persona. ¿Y aún nos podríamos reír, en lugar de hundirnos en el fondo de consternación? ¿Qué significa todo esto? Tal vez una única cosa, que el mundo ha llegado a un punto muerto, se encuentra bajo el signo de la pausa general. Que ha amanecido un Viernes Santo universal, que, en este caso concreto, se percibe con más fuerza fuera de la Iglesia que en ella misma; que el calendario litúrgico se rompe y que Dios sigue muerto en la cruz el día de Pascua. Las famosas palabras del filósofo, «Dios ha muerto», empiezan a tomar forma a nuestro alrededor.
Ball, que se convirtió al catolicismo, utiliza la famosa aseveración de Nietzsche, “Dios ha muerto”, para caracterizar nuestra época cultural. No hay Dios, no hay fundamento y si no hay fundamento, el significado de lo real se debilita. En eso están de acuerdo los miembros del grupo Dadá. En una época en la que hemos descubierto el sinsentido de la cultura, el arte se hace eco de ello. El arte ya no representa, ya no tiene mensaje, significado.
Como explicó Heidegger, la frase de Nietzsche es la definición del nihilismo ya que esta frase constata que no se acepta lo suprasensible como razón de lo sensible, como afirmó Platón. Ya no hay suelo. Y sin suelo, lo real es endeble, inconsistente, nada. Eso es lo que refleja, en cierto sentido, el arte Dadá. La nada de lo real. Es un arte que expresa el nihilismo de nuestra época.
Pero esta misma constatación abrirá nuevas vías al arte, a un arte que quiere salvar de la vacuidad, como decía Tzara. El arte puede ayudar a hacer ver, aunque sea la ausencia.