John le Carré (1931-2020), escritor británico conocido por sus novelas de espías, publicó en 1963 The Spy Who Came in from the Cold, su tercera novela, con la que tuvo su primer éxito internacional. El 13 de agosto de 1961 se levanta el muro de Berlín que dividía y rodeaba la parte occidental de Berlín, convirtiendo esta parte de la ciudad en una pequeña isla dentro de la entonces República Democrática Alemana. La novela, que empieza y acaba en este muro, está escrita poco después de su construcción.
En 1965, Martin Ritt dirigió una excelente película, muy bien considerada desde el principio por el público. Richard Burton encarna al protagonista Alec Leamas; Claire Bloom interpreta a su amiga Nan Perry (en la novela, Liz Gold). La película sigue fielmente la novela, repleta también de diálogos, con algunas diferencias menores. En la novela hay más desarrollos de la cercanía afectiva entre Alec y Nan/Liz, lo que permite entender mejor algunos aspectos de su relación. Y las sospechas sobre algunos personajes se trasladan al juicio en la película, procedimiento más efectivo para el espectador. En conjunto, en mi opinión, y si hubiese que optar, creo que es mejor ver la película que leer la novela.
Alec Leamas es un espía británico en Berlín. Tras varias bajas de agentes encubiertos al otro lado del muro, es llamado a Londres. Aunque piensa que le pedirán que pase a trabajar en las oficinas, le piden que realice la misión más importante de su carrera, cumpliendo una intrincada misión de espionaje y contraespionaje, en la que tiene como antagonista al espía alemán Hans-Dieter Mundt… El jefe de los espías, Control, en una primera entrevista en Londres, le dice a Alec Leamas (las citas son de la novela):
— Hemos de vivir sin simpatías, ¿no? Desde luego, eso es imposible. Fingimos unos con otros toda esta dureza, pero realmente no somos así. Quiero decir… uno no puede estar todo el tiempo fuera, al frío; uno tiene que retirarse, ponerse al resguardo de ese frío… ¿entiende lo que quiero decir? (…) Quiero que siga un poco más en el frío, fuera.
La historia es un juego de sucesivos engaños que Alec Leamas irá realizando y, a la vez, descubriendo con dolor. Nosotros, lectores/espectadores, disfrutamos de los giros y sorpresas de una historia que mantiene nuestro interés de principio a fin. Es una película de “acción”, aunque no hay persecuciones, explosiones, sí algunos disparos. La tensión narrativa viene dada por la información que se va descubriendo, los engaños, los diálogos y las discusiones.
Dos visiones opuestas: Fleming/le Carré (y Greene)
En 1962 se estrena la primera película de James Bond. Las películas con este espía británico de protagonista estaban inspiradas en novelas y relatos de Ian Fleming. Cuando John le Carré escribe la novela, James Bond ya existía un año antes en la pantalla.
El contexto de la película que comentamos está determinado, por lo tanto, por la construcción del Muro, por un lado, y por la aparición de ese héroe de cómic que es James Bond, por otro. Y viendo ahora la película, 60 años después de su estreno, sabemos que el Muro ha caído, y que la historia posterior se ha complicado mucho desde el punto de vista geopolítico. A la vez, la saga James Bond todavía continúa, aunque los actores hayan ido cambiando…
Las películas de James Bond son rutilantes: realizadas en color, cuentan con persecuciones, explosiones, coches y artefactos capaces de cosas increíbles. Bond nunca muere en sus misiones, y siguiendo los estereotipos de la época, se nos muestra como un seductor exitoso… Hablar de sentimientos o argumentaciones morales en estas historias provoca una sonrisa como respuesta. Son puro divertimento superficial y mera ficción por lo increíble de la acción, y por el retrato de muchos de sus oponentes (Spectre…).
Frente a esta evasión irrealista, El espía que surgió del frío muestra un mundo de espionaje gris, en el que las razones y motivos para actuar se discuten, en el que la moralidad de los métodos de este nuevo tipo de guerra se convierte en tema. Los espías no son héroes exitosos, sino personas grises de carne y hueso, con motivaciones complejas en las que “el factor humano” (título de una novela de Graham Greene de 1978) es importante. De hecho, las novelas de John le Carré irán acentuando este rasgo con el tiempo. Además, el que la película sea en blanco y negro es un acierto, ya que acompaña el tono de la obra, así como la presencia de la noche y lo oscuro, de la lluvia, lo que recuerda esa otra gran película, El tercer hombre (C. Reed, 1949; reflexión aquí), basada en un relato escrito para la ocasión por el arriba citado Graham Greene. Tanto él como John le Carré fueron durante un corto espacio de tiempo espías en la vida real.
El estado de guerra, el estado de amenaza
A lo largo de la historia, los pueblos han estado enfrentados entre sí. La guerra es una constante humana. No siempre se batalla, pero la enemistad y la amenaza de un ataque, siempre están presentes. Parece que la postura pesimista es la más realista: o se está en guerra, o se está en peligro de estarlo, ya que siempre se vive en estado de amenaza.
Tras la Segunda Guerra Mundial, un mundo ya dividido se fracturó en dos de forma más neta. Cada país hegemónico se unía a países aliados, a sus países satélites ante los cuales ejercían un mayor o menor poder de dominación, incluso militar. La posibilidad de un tercer gran conflicto era real, y su amenaza determinaba la vida política de los bloques de países que se estaban configurando (“primer” y “segundo” mundo). Desde muy pronto, a esta situación se la calificó de “guerra”, usando la expresión “guerra fría”, desde ya los años 40, para calificar esta nueva situación de bloques enfrentados.
La novedad de la situación fue la aparición de las armas atómicas, dotadas de una potencia destructiva colosal, nueva en la historia, y que cambiaba la naturaleza de la guerra tal como se había conocido hasta entonces. A las “guerras convencionales” a las que estamos asistiendo en estos años, se añade la posibilidad del uso de este tipo de armas. Eso es lo nuevo. Un arma de esa naturaleza garantiza la destrucción mutua de pueblos enteros. Y esa posibilidad cambia la situación de manera drástica.
Antes de que los bandos enfrentados pudieran destruirse de manera total, uno de ellos consiguió la primera arma operativa. Ese día, cambió la naturaleza de la guerra: no solo se podía usar, sino que se usó, y se usó sin posibilidad de contestación equivalente. Más tarde, otros países tendrán ese tipo de armas y aparecerá la “contención mutua”. A las armas atómicas se pueden sumar las de tipo biológico, capaces de generar epidemias mortales.
No sé si hubo alguna vez alguna guerra en la que solo batallaban los ejércitos en el “campo de batalla”. Parece que sí. Hemos visto muchas películas con batallas, incluso de guerras mundiales, en las que solo los soldados combaten entre sí, sin que la población civil corra riesgo directo. Pero los bombardeos desde los aviones y las armas de destrucción masiva, hacen de la guerra algo diferente: se puede matar a poblaciones enteras, a los miembros civiles de un pueblo que, aun estando en guerra, no batallan. Usar a la población civil como escudo para evitar estos bombardeos es práctica común, pero lanzar bombas para matarlos de una sola vez, es algo diferente.
Siempre ha habido reflexión moral sobre la guerra. La guerra es una actividad que provoca daños y que, por lo tanto, es una práctica a la que se le exige una justificación moral que se concretará en el derecho. Se fueron forjando criterios de lo que se consideraba una “guerra justa”, o sea, justificada moralmente. Se desarrollaron teorías morales y jurídicas sobre la guerra: sobre cómo entrar en guerra, sobre las acciones legítimas durante la misma guerra, y sobre cómo actuar después de acabada (ius ad bellum, ius in bello, ius post bellum). Pero todo este esfuerzo, que ha tenido la finalidad de evitar acciones criminales en la guerra, apenas sirve si las armas que se pueden utilizar son capaces de matar a poblaciones enteras. La desproporción del daño es tal, que ninguna situación justifica moralmente su uso: no hay “guerra justa” posible si se usan este tipo de armas.
El poder de estas armas se ha usado, salvo las primeras que se hicieron estallar sobre ciudades japonesas, como amenaza. Ese ha sido, y es, su poder principal. La amenaza de una destrucción tal que provoque que ya no haya futuro.
Espionaje: una forma de guerra en tiempos de paz
Se suele afirmar que el espionaje ha existido siempre. Que desde que hay guerra hay una labor secreta con la que se pretende encontrar información sobre el enemigo para obtener alguna ventaja sobre él o para provocarle alguna desventaja al inducir decidir con información falsa. El espionaje se convierte así en un arma poderosa.
Ha sido el siglo XX el siglo de la creación de las grandes organizaciones de servicios secretos, de las agencias de espionaje o de “inteligencia” de las que todos hemos oído hablar. Según esto, se puede deducir que este trabajo sobre la información tiene una importancia creciente en el desarrollo de la guerra y en las actividades de los gobiernos en tiempos en los que la amenaza es la forma latente de conflicto bélico.
La búsqueda de formas de interceptar información incluye, entre otras estrategias, la de infiltrar un agente en los órganos de decisión (política, militar, industrial). Hacerse pasar por uno de los suyos o cambiar de bando de manera voluntaria o forzada ha sido una práctica habitual. A ello se le sumará todo el conglomerado de artefactos técnicos para captar y descifrar mensajes del enemigo. Estas dos estrategias han estado muy presentes en los argumentos de muchas obras de ficción.
— Es una guerra —contestó Leamas—. Es desagradable y demasiado visible porque se lucha en pequeña escala, de cerca; se lucha a veces, lo admito, desperdiciando alguna vida inocente. Pero eso no es nada, nada en absoluto, al lado de otras guerras…, la pasada o la próxima.
El espionaje se ha convertido en una forma de guerra en tiempos de amenaza. En las guerras reales, un arma más. En los interludios, en los estados de amenaza, una forma de guerra soterrada, de la que podemos no saber casi nada, pero que se está dando. Una forma peculiar de guerra para mantener la paz y la tranquilidad de los ciudadanos. Como le dice Control, el jefe de la oficina de espionaje, al protagonista al principio de la novela (una idea que repetirá Leamas al final):
— Así hacemos cosas desagradables, pero somos… defensivos. Eso, me parece, sigue siendo equitativo. Hacemos cosas desagradables para que la gente corriente, aquí y en otros sitios, puedan dormir seguros en sus camas por la noche.
Según estas novelas, el mundo del espionaje es gris, muy gris. Parece que todo se supedita al fin inmediato: la información con la que conseguir una ventaja sobre el enemigo. Todo esto remite a la tesis de la “razón de Estado” por la que la supervivencia del Estado es un fin valioso ante el que las normas morales habituales no tienen validez: en estas condiciones, se consideran tolerables y legitimadas acciones como engañar, robar, secuestrar, matar…
—¿Cómo puedes volver del revés el mundo? —gritó Liz de repente—. Fiedler era amable y decente: no hacía más que su trabajo, y ahora le has matado. Mundt es un espía y un traidor, y le proteges. Mundt es un nazi, ¿lo sabes? Odia a los judíos… ¿De qué lado estás tú? ¿Cómo puedes…?
—Hay solo una ley en este juego —replicó Leamas—. Mundt es su agente: les da lo que necesitan. Es bastante fácil de entender, ¿no? (…) Yo habría matado a Mundt si hubiera podido; le odio; pero ahora no. Da la casualidad de que le necesitan. Le necesitan para que la gran masa de imbéciles que admiras pueda dormir tranquilamente en sus camas por la noche. Le necesitan para la seguridad de la gente corriente y moliente como tú y como yo.
Vivir así no le resulta fácil a Alec Leamas. Este oficio parece hacerle perder parte de su humanidad, algo que encontró cuando conoció a Liz.
Supo entonces qué era lo que le había dado Liz: lo que tendría que volver a encontrar si regresaba alguna vez a Inglaterra: era el preocuparse de las cosas pequeñas, la fe en la vida corriente, la sencillez que le hace a uno partir un pedazo de pan en una bolsa de papel, bajar a la playa y echárselo a las gaviotas. Era ese respeto por lo sencillo que nunca le habían permitido tener: fuera pan para las gaviotas o fuera amor, fuera lo que fuera, volvería para encontrarlo; haría que Liz se lo encontrara.
Final
La novela/película también menciona el problema de la legitimidad de los ideales políticos de cada bloque, la moralidad de los métodos que utilizan para preservarlos, el ideal de pacifismo presente en los partidos comunistas de Occidente mientras la URSS y sus servicios hacían otra cosa… Además de entretener, John le Carré nos invita a reflexionar. No está mal.