Aburrimiento y vida activa

El tema de los sentimientos es un tema fascinante y que siempre ha atraído la atención. Los análisis en la Retórica de Aristóteles, los estudios estoicos, los tratados de las pasiones de Santo Tomás a Descartes… Hoy vuelve a retomarse el tema tras un paréntesis donde el tema ha tenido “mala prensa” en la filosofía moral. Ahora tenemos, por poner unos pocos ejemplos, los análisis de Nussbaum, Hansberg, o  Julián Marías con La educación sentimental

El análisis de los sentimientos nos gusta porque habla de realidades vividas. Y dar nombre a lo que nos pasa, revelar sus aristas es, no solo interesante de por sí, sino útil porque nos ayuda a situarnos ante nosotros mismos, nos ayuda a ver nuestra posición ante el mundo, ante las realidades que en realidad nos importan, a entender cómo los sentimientos nos motivan, nos impulsan, a veces sin ser conscientes de ello.

Hacer un ejercicio de comprensión de las emociones nos ayuda a conocernos mejor, comprender mejor la condición humana. Conocer lo humano, conocerse a sí mismo, es necesario para vivir mejor. Vivimos tiempos que nos recuerdan a los tiempos de las escuelas morales clásicas.

Sentimiento y emoción

Antes de proseguir, y para evitar equívocos, voy a tratar como sinónimos las palabras “sentimiento” y “emoción”. En psicología se suele distinguir, pero yo prefiero atender a la distinción lingüística que expresa diversas facetas de la afectividad.

El vocablo “sentimiento” es de uso reciente (a partir del XVIII) y subraya el carácter de sentir que tiene el sentimiento. Todo sentimiento se siente (con mayor o menor intensidad): es un fenómeno sensible y, a veces, localizado en el cuerpo.

Además, sentimiento habla de vida íntima, de interioridad sentida. El aumento del prestigio de la vida privada en la modernidad (del siglo XVIII en adelante) explica la valoración tan positiva que se tiene hoy de lo íntimo (“la intimidad es sagrada”).

Según esto, sentimiento se opondría a “insensibilidad”: ser insensible es no dejarse afectar por lo que pasa, por el sufrimiento de los otros, por la belleza de las cosas. Es como estar cerrado al mundo, a los otros, no ser capaz de empatía, ser duro y frío. Y también se opone a “indiferencia” o “apatía”. A veces no sentimos lo que creemos que deberíamos sentir, o no sentimos porque lo circundante no provoca ninguna reacción, no nos afecta, no atrae nuestra atención.

Y un opuesto extremo a la insensibilidad, indiferencia o apatía sería el sentimentalismo. Aquella concepción que afirma que el sentimiento es lo más importante, lo más personal, y también, el gran criterio de juicio en cuestiones estéticas, morales, políticas, religiosas… O sea, el criterio de juicio de todo lo que tenga que ver con la acción humana. Separamos, dividimos, la razón práctica hasta hacerla desaparecer: para calcular o similar, la razón; para guiar la acción, el sentimiento, dirá el sentimentalismo o emotivismo.

Otra palabra utilizada es “emoción”. Proviene de emotio, emovere: hacer mover. Designa el impulso, el dinamismo, la energía de la vida afectiva. Tras la sensación del “sentimiento” se subraya ahora la fuerza para obrar, la inclinación a obrar de una determinada manera que toda emoción (o sentimiento) tiene. La motivación incluye un componente fuerte de emoción, de afecto.

Esta inclinación a obrar seguirá dos impulsos fundamentales que revelan la ambivalencia en esta dimensión humana: ante lo positivo, atracción (o deseo de permanecer); ante lo negativo, rechazo, huida, alejamiento.

Aburrimiento

Vamos a ir analizando algunos sentimientos en su relación con la vida activa, con la acción, con la vida moral. Análisis hay muchos, y buenos. Mi objetivo es explicarlo.

Si hablamos de la vida activa, hablamos también de la motivación. Sin motivación, las acciones son más pesadas de realizar. Las motivaciones aportan energía, dirección al obrar. Estoy de acuerdo con J. A. Marina cuando rastreó “la voluntad perdida”. No solo hay motivación en la acción; sin elección (acto de la voluntad) no hay acción como decía Aristóteles. Sin negar la importancia decisiva de la voluntad, los sentimientos y la motivación son ingredientes básicos del obrar.

Empiezo con el análisis de un sentimiento “contrario” a la acción. Y así, a través de lo opuesto, vemos la importancia de la necesidad de sentimientos bien orientados.

Malestar

Podemos caracterizar el aburrimiento como aquella sensación de malestar, de pesadumbre, causada por la ausencia de algo estimulante que despierte nuestro deseo.

  • En cuanto que malestar, es algo de lo que queremos huir. “Aburrimiento” procede de “aborrecer” (abhorrere).
  • Es un peso en la interioridad (pesadumbre). Por eso se asocia metafóricamente al plomo: lo plomizo, ser un plomo, plomífero.

Falta de conexión: vacío

Heidegger, en un curso de 1929/1930 publicado con el título Los conceptos fundamentales de la metafísica, analiza de manera pausada y matizada el aburrimiento, análisis al que dedica un gran número de páginas. Explica tres formas fundamentales de este temple de ánimo: aburrirse por, aburrirse en, uno se aburre. En todas estas formas destaca dos dimensiones: el dejarnos vacíos y el dar largas (temporalidad).

El aburrimiento es un sentimiento curioso. Todo sentimiento es intencional: hay algo que lo despierta (me alegro por algo, me entristezco por algo). Aquí, la situación, la actividad, la cosa que nos aburre nos provoca un cierto rechazo. No despierta nuestro interés, no cumple una expectativa. Y eso nos provoca la sensación de estar perdiendo el tiempo.

Se podría decir que lo que aquí vivimos es la ausencia de algo. No hay algo donde nos gustaría que hubiese. No es que el aburrimiento no tenga objeto: lo tiene. En primera instancia vivimos la ausencia de algo interesante, estimulante, atractivo. Y eso nos deja vacíos. Y no “llenar el tiempo” provoca muchas veces un estado de agitación, de inquietud, de impaciencia.

Esta es una situación relativa a cada uno: lo que a mí me aburre, al otro no. Hay una falta de conexión entre lo vivido (el libro que estoy leyendo, el viaje, el paseo…) y mi subjetividad. “No me toca”, “no me dice nada”, “no despierta mi interés”. Parece que lo que aburre no es interesante por sí mismo. Pero la cualidad de lo aburrido no es algo propio solo de la cosa: es mi estar ante ello, mi ángulo de apertura, lo que no conecta con la cosa. La música clásica por ejemplo: a muchos nos gusta mucho, a otros les aburre mucho, o muchísimo. Las fiestas: parecen divertidas (muchas imágenes así nos lo hacen ver). A otros les parecen aburridas: o siempre, o en algún momento particular.

Falta de conexión: saturación

Esta falta de conexión (el ser aburrido por algo del que habla Heidegger) se produce no solo por no percibir lo interesante en algo, sino también porque ese algo (objeto, actividad) nos cansa. Cabe la sobre-estimulación que desemboca en el hartazgo. Aparece el “hastío”, un aburrimiento más profundo, no tan pasajero como puede ser el anterior la mayoría de las veces.

El hastío es la experiencia de una saturación, de un llenar no plenificante que provoca un rechazo fuerte. “Ya basta”. Es una experiencia de cansancio en la que se nos revela un exceso hasta llegar a decir “esto ha sido una pérdida de tiempo”, “no quiero perder el tiempo más con esto”, “esto ya no me divierte, no me llena” o expresiones similares que incluso se aplican a relaciones personales.

Queremos más parece decir también el hastío. Lo que hacemos no nos satisface. El deseo hondo estaba apagado por lo que hacíamos pero se destaca en lo que, a partir de ese momento, consideramos insuficiente.

Todo esto, este vacío y esta saturación tiene también otra causa común que solemos mencionar. La vivencia de lo repetitivo, de lo rutinario. Ya presencia de las rutinas es algo habitual en nuestras vidas. Y algo necesario: ordenan nuestra vida, sabemos qué hacer, dan, por lo tanto, seguridad. Pero hay vivencias negativas de lo rutinario, donde se automatiza lo que hacemos. Aquí no captamos ni realizamos el atractivo del valor: el amor que hizo posible este rito, esta costumbre, ya no lo sostiene.

El aburrimiento está ligado, por lo tanto, a la actividad: o lo que hacemos nos aburre, no encontrando valor suficiente en lo que hacemos para usar nuestro tiempo en ello; o no hacemos nada, lo cual también aburre.

Temporalidad

El aburrimiento también tiene una relación estrecha con la vivencia de la temporalidad: parece que perdemos el tiempo al hacer eso que no nos llena, que no nos divierte, que nos deja vacíos. Aparece la impaciencia, la agitación.

  • Al hacer algo que nos aburre juzgamos que perdemos el tiempo, que el uso del tiempo, de nuestro tiempo, merece tener otro uso: una actividad dotada de sentido en la que conectemos con lo real, es usar bien el tiempo.
  • Y si no hacemos nada, también nos aburrimos.

En el aburrimiento, la atención de nuestra subjetividad está muy puesta en el mismo sentir, y no en aquello que despierta nuestro sentir, lo que ocurre cuando estamos divertidos.

Al sentirse mucho el sentir, al no establecerse conexión entre lo real u nuestro deseo, el aburrimiento provoca una vivencia aguda de la temporalidad en la que parece que el paso del tiempo es lento. Dado que nuestra atención no está puesta en lo vivido donde la conciencia del paso del tiempo muchas veces es inadvertida (se nos pasa “volando”), aquí la vivencia del tiempo es muy aguda. Y es un pesar: tenemos que hacer algo, hacemos “pasatiempos”, miramos si ya viene el autobús que estoy esperando.

En el ámbito educativo se discute sobre el valor pedagógico del aburrimiento. Después de una época en la que no queríamos que los niños, adolescentes, se aburriesen por el malestar que se experimenta, hemos recuperado la idea clásica del aburrimiento como ocasión de crecimiento (saber aburrirse es adquirir una competencia). Es ocasión para crecer porque estimula la imaginación, la creatividad: inventamos juegos, imaginamos nuevas formas de hacer…

El aburrimiento, puesto que se da, puede ser, por lo tanto, ocasión para cultivar el yo, para pensar, conocerse a uno mismo. Es ocasión para construir la subjetividad.

El tedio: el aburrimiento como estado

Es frecuente la distinción entre dos grandes tipos de aburrimiento: el ocasional o esporádico, y el que se dilata en el tiempo creando un estado de ánimo duradero, un estado de vida.

Las características arriba enumeradas sirven para los dos, aunque se aplican con más claridad en el aburrimiento ocasional. Cuando el aburrimiento se convierte en un temple, en un estado de ánimo, se añaden otras dimensiones a tener en cuenta.

Es un aburrimiento crónico, siempre presente. En muchas ocasiones, presente de manera latente: define nuestro modo afectivo fundamental. En ocasiones aflora de manera patente. Muchas veces se utiliza la palabra “tedio” para designar esta emoción duradera, este estado de vida.

En el tedio, la falta de conexión con lo real se vuelve reflexiva. El sujeto parece no estar conectado consigo mismo: ha perdido o no encuentra la capacidad de saborear la vida. Es una experiencia de crisis, de ausencia de sentido donde el sujeto enlaza el aburrimiento con la tristeza.

Los sentimientos parecen formar constelaciones. Uno dominante se asocia a otros que modulan, colorean el primero. Aparece la tristeza como decíamos. Y también aparece un estado de apatía y de indiferencia grandes. Un estado en el que “todo me aburre”, en el que a uno no parece importarle nada. Chateaubriand (1768-1848) nombró a este estado mal du siécle. Con esto quería denominar el tedio de la vida moderna, el tedio de los románticos a los que nada satisface. Y aquí el tedio se une a la melancolía.

En el aburrimiento como estado se empobrece el carácter proyectivo de la vida. La falta de estímulos acarrea la falta de metas, ideales… Por lo tanto, la vida moral se resiente: si todo da igual, si nada moviliza en sentido fuerte, no querremos, en sentido fuerte, hacer nada. No hay nada relevante por lo que luchar.

En nuestros días, ¿se reconoce lo que dice Chateaubriand? ¿Estamos aburridos? ¿Es una buena caracterización de las sociedades modernas? Ese no tener nada por lo que luchar choca con la necesidad tantas veces nombrada de la autotrascendencia, de tener algo superior por lo que luchar, a lo que aspirar, que dé sentido al esfuerzo y en la que encontramos la conexión con lo real y con uno mismo perdida en las diferentes formas de aburrimiento nombradas.

El mero afán de novedades, la sed de experiencias se caracteriza por ser búsqueda de sensaciones, del sentir lo agradable de la vida. La alegría de vivir es algo que siempre debería afirmarse. Pero en el mero afán nombrado lo importante es sentir, no tanto qué se hace para sentir lo que se siente. La acción se convierte en algo, de suyo, irrelevante, por lo tanto.

Un ejemplo de ello es la figura de Don Juan, que tan bien fue analizado por Kierkegaard. Don Juan vive el instante, vive apegado a un estado de ánimo que es mudable. Por eso mismo es incapaz de amar verdaderamente, no teniendo, además, razones de peso para elegir. Todo le da igual: en el fondo, está aburrido.

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