“El proceso” (1962) de Orson Welles: el poder y la conciencia

Orson Welles escribió y dirigió la película El proceso (“Le Procès») en 1962. Basada en la novela póstuma homónima de Franz Kafka, publicada en 1925, fue realizada en Europa con una producción germano-franco-italiana. Está protagonizada por Anthony Perkins en el papel del atribulado Joseph K., actor muy famoso tras protagonizar Psicosis (Hitchcock, 1960). Le acompañan el mismo Orson Welles que interpreta el papel del abogado que se ocupa de su caso, y Romy Schneider (Léni), asistente del abogado, entre otros.

Orson Welles es considerado como un cineasta genial. Autor de Ciudadano Kane (1941), muchas veces valorada como una de las mejores películas de la historia, dirigió otras grandes películas como La dama de Shanghai (1947) o Sed de mal (1957). No encontró acomodo en su país y dirigió obras en Europa hallando financiación para sus proyectos trabajando como actor. Esto explica en parte que fuese autor de una obra irregular al no poder terminar, o incluso iniciar, muchos de sus proyectos. Excéntrico, disruptivo, demasiado “original”, Welles fue un autor excesivo en muchas facetas, lo que hace que sea difícil de clasificar, ocupando un lugar especial en la historia del cine.

La novela es mucho más conocida que la película, lo que no pasa en muchos otros casos. La fama del escritor checo Franz Kafka (1883-1924) es muy alta, hasta el punto que ha dado lugar a un adjetivo bastante utilizado: “kakfiano, na”, que más allá de lo relativo al escritor indica una situación absurda, angustiosa. La novela El proceso ha sido muy estudiada y analizada. Yo me quiero centrar en la película, una versión a la altura de la novela, muy bien valorada por la crítica. Para comparar ambas obras, se puede consultar aquí un análisis de interés. El director dijo:

Digan lo que ustedes quieran, pero El proceso es la mejor película que he hecho.

La construcción del ambiente kafkiano

Orson Welles utiliza en esta película algunos procedimientos cinematográficos llamativos, fáciles de identificar. Los planos con una angulación llamativa, tanto desde arriba como, sobre todo, desde abajo, o el blanco y negro que se refuerza con el uso expresionista de las sombras alargadas, por ejemplo. Pero salvo que se tenga una mirada avezada experta en las técnicas cinematográficas, no reconoceremos muchas de esas técnicas. Sin embargo, lo que sí sabemos, lo que sí experimentamos al ver la película, es el tono vital del protagonista, su creciente angustia.

Fotograma de El proceso (Welles, 1962). Anthony Perkins, en el centro, encarna a Josef K.. Aquí, en su habitación en el momento de su detención. Los techos bajos colaboran a que la imagen transmita una sensación de opresión

Todo en la película tiene un cierto aire onírico propio de las pesadillas. Techos bajos, absurdas cantidades desordenadas de legajos, una oficina con cientos de trabajadores, una puerta gigante, las miradas de unas niñas que atosigan al protagonista, calles y plazas desiertas… La música también ayuda a crear este clima: toques sueltos de jazz y, sobre todo, el conocido tema del llamado “adagio de Albinoni” que suena varias veces y que con las imágenes forma un todo turbador.

Todo estos procedimientos forman una unidad con la historia absurda de Josef K. (con la inicial, no sabemos el apellido entero), que es acusado y detenido sin que él mismo sepa por qué. Seguimos con él un delirante proceso enmarcado en un aparato judicial que no tiene límites, que todo lo llena, que hace que los procesos sean inacabables, inabordables… y que provoca la sensación constante de que ser acusado es ser condenado. De hecho, diversos personajes dan a entender a K. que no se puede dejar de estar acusado nunca, que hay procedimientos para postergar la sentencia, pero que la absolución no parece posible. Y todo ello, sin saber de qué se le acusa, sin saber cuál es la estructura del poder judicial, quién forma parte de los tribunales supremos…

Fotograma de El proceso (Welles, 1962). Jeanne Moreau encarna a la vecina de la pensión presente en la primera parte de la película

Pero no solo es la administración judicial lo que atosiga. Todo en la vida social, tal como está descrita, lo hace. En todas las conversaciones y situaciones narradas en esta película está presente la sospecha, el malentendido, la mirada malintencionada. En sus conversaciones, Josef K. se disculpa ante su vecina porque parece que su comentario tiene un significado sexual indebido; el jefe de la oficina cree que la relación de K. con su sobrina de 15 años también es sexualmente incorrecta; lo que Josef K.  les dice a los inspectores se malinterpreta con facilidad porque estos copian las frases y al repetirlas parecen que significan otra cosa al sacarse de su contexto, al no captar la ironía con la que se hicieron esas afirmaciones, por ejemplo…

Es esta una sociedad de solitarios en la que la confianza entre las personas está totalmente ausente, en la que la sinceridad parece no tener lugar. No hay nada parecido a la amistad o el respeto. Las calles y plazas solitarias acentúan esta sensación de soledad, de atomismo social. Se transmite la idea de que entre el Estado, que aquí es el aparato judicial, y los individuos, no media nada.

Fotograma de El proceso (Welles, 1962). Zagreb, en la entonces Yugoslavia, fue una de sus localizaciones. La escasa iluminación de esta zona nueva, todavía sin acabar de urbanizar, la ausencia de otros viandantes o de tráfico de vehículos, da una sensación permanente de soledad y frialdad que recuerdan las pinturas “metafísicas” de Giorgio de Chirico o las ciudades nuevas de la órbita soviética de esos años.

La burocracia

Fotograma de El proceso (Welles, 1962). Welles utilizó una enorme feria industrial de Zagreb en la que pudo encajar 1500 escritorios.

 

Jack Lemmon en El apartamento (Wilder, 1960). La imagen de Welles, en la que todos los trabajadores están sentados, no difiere mucho de esta que ahora comentamos.

 

 

 

 

 

 

 

En su lugar de trabajo, Josef K. ocupa un puesto relevante. La visión de esta oficina llena de cientos de escritorios, con cientos de personas escribiendo a máquina, es bastante impactante. Esto se une a las imágenes de archivos interminables que aparecen varias veces.

Vicent de Gournay creó la palabra “burocracia” (bureau -cracia, “gobierno de los oficinistas”), para nombrar el papel creciente de la administración en la vida social a lo que habría que sumar el conjunto de oficinistas de las grandes empresas propio de épocas algo más recientes. Este tema, que fue estudiado por el sociólogo Max Weber en Economía y sociedad (1921) en los mismos años en los que Kafka escribía la novela, se hace visible en estas imágenes comentadas. La eficiencia de la administración en sociedades cada vez más populosas, cosa que destacaba Weber, se une a la sensación de una “vida administrada” donde muchos datos referidos a nuestra persona están dispersos en multitud de informes hasta el punto de que solo aquello que aparece en estos informes es la verdad “oficial”. En la película se muestra de manera hiperbólica esta dimensión de las nuevas sociedades, lo que contribuye a aumentar la sensación de ansiedad del protagonista.

Fotograma de El proceso (Welles, 1962). Las sombras alargadas son un recurso muy utilizado. Welles también utilizó la estación d’Orsay de París como escenario para muchas escenas. En aquella época estaba sin uso hasta que se decidió convertirla en museo.

Esta historia va transmitiendo, además de la angustia creciente, una fuerte sensación de anonimato: todo es muy impersonal ya que los procedimientos no dependen de la capacidad de elección de los actores sociales, como si la presencia de lo procedimental lo llenase todo, convirtiendo el proceso en una red inextricable de la que no se pudiese salir. Nadie en la película parece saber muy bien para qué sirven estos procesos. Están ahí, forman parte de la organización social y es algo ineluctable, una realidad que no se puede cambiar.

En el caso del proceso judicial, verdadero nudo de la historia, el procedimiento está repleto de reglas absurdas. Josef K. lucha sin éxito contra esta arbitrariedad. La multitud de normas, el sinsentido de los procedimientos y, sobre todo, el carácter ignoto, desconocido y anónimo, del inaccesible poder supremo judicial, se van imponiendo al protagonista al percibirse un poder omnímodo e incomprensible que lo controla todo.

El proceso

Lo primero en esta historia es la acusación, y con ella, la culpa. Unos policías llegan a su habitación cuando todavía está en la cama. Le detienen aunque no le llevan preso. Puede seguir con su vida, pero está acusado. Tras preguntarlo, no le contestan: Josef K. no sabe de qué le acusan ni lo sabrá nunca. Una acusación sin culpabilidad “objetiva”, ya que según él, y así lo creemos nosotros, no ha hecho nada malo.  Tampoco sabe quién le acusa, cuál es la autoridad competente en este proceso. A los policías les acompañan tres compañeros de trabajo. ¿Qué hacen ahí y con qué derecho están? No se sabe. Todo alimenta la confusión. Como bien se dice en la película, todo es “abstracto”, separado de la realidad. Para acabar de enturbiarlo todo, hay indicios claros de corrupción en los policías al querer quedarse con sus pertenencias, con su ropa.

Fotograma de El proceso (Welles, 1962). Que la cámara mire hacia arriba es un recurso frecuente en esta película.

K. intenta razonar, pero siempre se encontrará con este muro de incomprensión de esta absurda situación en el que las reglas y procedimientos no tienen nada que ver con los razonamientos. Al ir a una cita judicial se encuentra con un conjunto de acusados, con números, casi desnudos y en silencio, que recuerdan a campos de concentración, no muy lejanos en el tiempo, a la realización de esta película.

Josef K. defiende su inocencia, lo cual es contraproducente, como le avisan. Se da cuenta de que hay un gran número de acusados que esperan su turno en un proceso que parece no terminar nunca. Esta situación es absurda: los procedimientos, la falta de lógica dominante, el carácter críptico de la organización judicial, el comportamiento de las personas en esos espacios, la falta de culpabilidad objetiva que no debería justificar ninguna acusación.

Pero la ausencia de culpabilidad objetiva no contradice la presencia de culpabilidad subjetiva en Josef K. Tal como le cuenta a su vecina de pensión al principio, él siempre se ha sentido culpable aun no habiendo hecho nada malo. Su padre le preguntaba qué fechoría había hecho cada vez que le veía. Este sentimiento de culpa tan interiorizado es congruente con el carácter nervioso, inseguro, que Anthony Perkins encarna tan bien en la película. Y el peso del proceso, la progresiva falta de esperanza, va alimentando ese sentimiento de culpa sin falta que reproduce el esquema psicológico infantil, trasunto de la biografía del mismo Kafka, al parecer. El mismo proceso va debilitando y minando su fuerza moral, le va desmoralizando.

A pesar de ello, es el único personaje razonable de la película. Intenta desvelar el sinsentido, la falta de lógica, la incoherencia moral. No se deja vencer por esta situación como esos otros acusados que esperan sin esperanza, como ese otro acusado que acepta ser humillado por el mismo abogado de Josef K.

Josef K. ha podido contratar a un abogado gracias a un contacto de su tío, abogado que no puede hacer nada y al que despide. Más tarde va donde un pintor de retratos de jueces para que le enseñe artimañas legales si le compra unos cuadros; pasa por una iglesia catedralicia donde se encuentra con un cura… Nada sirve. Al final los policías le cogen y cumplen una sentencia de muerte no dictada. Pero lucha hasta el final: él no quiere matarse a sí mismo, que lo hagan los verdugos.

Vivir en la mentira

La historia de Kafka ha dado lugar a un gran número de interpretaciones. Dado el carácter claramente metafórico de la historia, surge de manera inevitable la pregunta por su significado. ¿De qué nos está hablando esta novela y, por lo tanto, esta película? Temas importantes muy comentados son el absurdo, la culpa o la ley.

Josef K. realiza una denuncia sagaz en la última parte de la historia.

¡Elegir la mentira como principio fundamental!(…) ¡Intentan hacernos creer que el mundo entero es demente, absurdo, caótico, imbécil!

La vida no es intrínsecamente absurda, nos dice indirectamente el protagonista (se puede comparar esta visión con la de Camus en El extranjero ya analizada aquí). Nos quieren hacer creer que lo es, pero no es así. Si para K. el mundo no es demente, es que es cuerdo: en la vida social cabe el uso de la razón, cabe el argumento. Si no es caótico, es ordenado: existe un orden natural que hay que percibir y un orden social que hay que crear entre todos. Si no es absurdo, es que tiene sentido. Para hacernos creer que no es así, la mentira se tiene que convertir en principio fundamental. Pero, ¿quién dice, quien impone, esa mentira? Y, además, ¿para qué hacerlo?

Fotograma de El proceso (Welles, 1962). K., se cruza con estos acusados.

Me inclino por una lectura política de la historia sin negar la validez de otras interpretaciones. Este juicio taxativo del protagonista sobre el imperio de la mentira recuerda el certero análisis de Václav Havel en El poder de los sin poder (1978), ensayo en el que analiza la vida en las sociedades “post-totalitarias” de la órbita soviética. Su análisis concluye de forma parecida a lo dicho aquí: se organiza políticamente la sociedad de tal manera que se “vive en la mentira”, por lo que la base de una disidencia eficaz será “vivir en la verdad”.

En esta historia no aparecen directamente las ideologías políticas, o la acción del gobierno, sino la vida de una sociedad a la que ha dado lugar una forma de organización. Vemos el resultado: una sociedad atomizada, fría, sin confianza entre sus miembros,  que no conocen la finalidad ni el protocolo de los procesos, una sociedad sin sentido de justicia moral, del bien o del mal. Si la mentira es un principio fundamental, la mentira es la causa principal de esta situación que invierte lo que debería ser: tener la confianza en encontrar un sentido, que se pueda construir concordia entre ciudadanos, aceptar que la justicia moral está en la base de los procesos judiciales. Una sociedad en la que quepa la amistad será una sociedad no dominada por la suspicacia, una sociedad en la que sus miembros puedan pensar libremente.

¿Para qué organizar una sociedad que tenga como principio la mentira? Simplemente, por puro poder, para ejercerlo como fin. El poder en El proceso es anónimo, alejado. Esa misma lejanía es la que lo protege y le da una fuerza incontestable. “Las cosas son así” parece decirse, todo tiene un aire de necesidad que no se puede vencer. Todo es arbitrario: esa es la gran característica de esta historia.

La manera de hacer prevalecer este poder anónimo estriba en la posibilidad de acusar sin falta hasta hacer creer la mentira a través de este instrumento de presión que es la acusación. El acusado ya no es ciudadano, aunque los acusadores no son libres, precisamente, en este relato.

La política es necesaria y tiene como fin el mayor bien: la justicia. Pero la política puede ser la causa de los mayores males cuando el ejercicio del poder no tiene en la base y en el horizonte la justicia. Así se convierte en un ejercicio arbitrario que puede llegar a convertir todo en algo arbitrario, en algo sin porqué. Josef K., a pesar de sus inseguridades, manifiesta tener conciencia. Y la conciencia es el gran enemigo del poder arbitrario.

En el fondo, esta historia es una parábola sobre el poder, que por su propia lógica tiende a hacerse arbitrario si no se sujeta a la justicia. Poder que no responde a ningún requerimiento, poder que utiliza la acusación como instrumento de dominio, de sometimiento. El poder somete si elimina el espíritu crítico, la conciencia, de la persona sometida. Lo que se consigue si desaparece del horizonte la verdad y la justicia, el uso de la razón.

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