Andrei Rublev (1966) es la segunda película dirigida por Andrei Tarkovski. Aunque su guion fue aprobado en primera instancia en 1964, la película contó con dificultades de producción al ir menguando el dinero presupuestado una vez empezado el rodaje, y por graves problemas de distribución ya que no gustó a las autoridades el reflejo del pueblo ruso hecho en la película. De hecho, no fue vista por el público en la URSS hasta 1971 en una versión censurada. Sí pudo verse en Cannes en 1969, y en 1973, en una versión reducida, en Estados Unidos, debido a su largo metraje (dura tres horas).
Anatoli Solonitsyn fue el actor elegido para representar al personaje. Tarkovski quería un actor desconocido, precisamente porque el nombre del personaje histórico era muy conocido (canonizado por la Iglesia Ortodoxa en 1988). Así facilitaba un encuentro cinematográfico con Rublev no marcado por la fama de un actor famoso por encarnar a otros personajes.
Un retrato de la Rusia del siglo XV
Tarkovski narra la vida del mejor pintor de iconos de la tradición rusa. Un hombre que vivió, aproximadamente entre 1360 y 1430 y que realizó sus obras más conocidas entre 1405 y 1430, con un período de diez años en medio del que no se tiene noticia de que pintase (de 1412 a 1421). Poco se sabe de su vida, por lo que los escasos datos “biográficos” que nos muestra la película pueden ser en gran parte fruto de la imaginación de los guionistas aunque congruentes con lo que se sabe de él y de su época.
El guion es del mismo Tarkovski y fue escrito en colaboración con Andrei Konchalovski. Juntos realizaron una ardua labor de investigación durante dos años sobre la Rusia de comienzos del siglo XV ya que Tarkovski quería mostrar en lo posible la realidad de ese tiempo y no una recreación a través del conocimiento de las obras pictóricas de esa época que hubiese dado como resultado una visión idealizada. Los detalles de las vestimentas, del calzado, la maquinaria… han sido reconocidos como de gran valor. Las formas de vida mostradas y la enorme dureza de las condiciones vitales de aquel entonces son transmitidas con fuerza. Dice Tarkovski, Esculpiendo en el tiempo (Rialp, 2000 -original de 1985-, p. 101; las citas serán de este libro):
Uno de los objetivos de nuestro trabajo consistió en reconstruir el mundo real del siglo XV para el espectador de hoy de tal manera que ni el vestuario, ni en el ambiente o la arquitectura pudiera encontrar un exotismo de museo.
No quería pinturas vivientes, no quería recreaciones muy imaginativas. Pero no pretendía hacer una especie de documental que ofreciera la ilusión de “estar ahí y en esa época”. Tarkovski es consciente que está haciendo una película en el siglo XX; es consciente que el espectador está viendo una película, no realizando una especie de viaje en el tiempo. De hecho, la película está rodada en blanco y negro. ¿Cómo afrontar la visión del pasado que una película pueda hacer? Hablando del icono más famoso dirá Tarkovski:
Pero es indudable que existe otra forma de recibir este testimonio histórico: el abrirse al contenido humano y espiritual de la Trinidad, que nos es comprensible y está vivo para nosotros, los hombres de la segunda mitad del siglo XX (p. 102).
El arte y la expresión de lo humano
“Abrirse al contenido humano y espiritual”. Esa es la clave que maneja. Tarkovski pretende que el espectador realice este movimiento de apertura a través de la estética cinematográfica trabajada en planos largos en blanco y negro, secuencias oníricas como la de la Pasión… En estos tiempos de posverdad en los que parece estar vigente la tesis de Nietzsche que afirma que no hay hechos, sino interpretaciones, Tarkovski realiza un ejercicio reflexivo en el que retrata una época histórica y la personalidad de sus gentes, principalmente de Rublev en esta película, siguiendo “un camino al margen de la verdad arqueológica y etnográfica”. Aunque su esfuerzo de reconstrucción “arqueológica y etnográfica” fue enorme, el retrato psicológico de los personajes no se reduce a la visión histórica. Se basa, principalmente, en las reacciones a lo que pasa donde vemos lo importante para los personajes, en sus luchas, en sus búsquedas… Hay un fondo humano con el que podemos conectar: en ese contacto reside la actualidad de lo histórico, de esta película, de los iconos. Y la mediación del arte es esencial para ello.
El lenguaje poético del cine es algo sobre lo que trabajó durante toda su vida con la clara conciencia de que el cine es un arte. El lenguaje poético cinematográfico es un lenguaje de imagen y sonido, con el que se realizan retratos de la vida humana en los que se puede mezclar lo literal y lo simbólico. La cámara dirige nuestra mirada y vemos lo que nos muestra en planos aéreos, en primeros planos o planos medios, en secuencias de duración variable… Todo ello en un montaje y con una luz trabajada (fotografía).
La imagen sensible de la vida puede tener una significación universal con la que se puede conectar porque el cineasta sabe expresar lo humano en una circunstancia concreta a través de esos medios expresivos. La película no es un documento, es una creación artística que cuenta una vida imaginada y que con sus recursos expresa la verdad de lo humano. Tarkovski transcribe una nota con la que se encontró, hablando de El espejo de 1975, p.26; esta idea es aplicable a todas sus películas:
Quien acude al cine se ha acostumbrado a que una película tenga una historia, un tema, héroes y casi siempre “un final feliz”. Y también en las películas de Tarkovski busca esos elementos; y a menudo se va desencantando porque no encuentra ninguno de ellos. ¿De qué trata esta película? Del hombre. Por supuesto no de aquel hombre en concreto (…) Es más bien una película sobre ti mismo, sobre tu padre y tu abuelo.
Estas palabras contienen una gran verdad. Nos hemos acostumbrado a leer, a ver cine o televisión, a ir al teatro, sabiendo que muchas obras pertenecen a un género codificado con una estructura argumental conocida. Forma parte de nuestra cultura y, supongo, de la de siempre, el que ante las obras tengamos una serie de expectativas: sabemos, en estructura, lo que va a ocurrir, que el malo perderá… Y este saber forma parte de nuestro propio disfrute de la obra.
Tarkovski es exigente al respecto: sus películas no tienen una estructura narrativa que sea conocida de antemano y no cuentan las vidas como narraciones “positivistas”. Sus películas nos muestran vidas humanas con emociones y sensaciones particulares, con trayectorias vitales no definidas, con búsqueda de significados, con giros biográficos, con hallazgos… La manera de contarnos esto que de intangible tiene la vida y que hace la película profundamente veraz es una manera muchas veces “indirecta”, no documental. Y sin embargo, vemos que es real; habla de los personajes, y en ellos, de nosotros, habla del ser humano (puede verse el comentario a Nostalgia en este mismo blog).
Un proceso interior
La película está dividida en dos partes de una duración parecida. Y en total hay ocho episodios que funcionan como capítulos (con título y año) enmarcados por un prólogo y un epílogo. 1) Bufón, 1400; 2) Teófanes el Griego, 1405; 3) La pasión de Andrei, 1406; 4) Celebración, 1408; 5) Día del juicio, 1408; 6) Atraco, 1408; 7) Silencio, 1412; 8) Campana, 1423. Como se ve, se narran hechos que van de 1400 a 1423.
Este último año es el previo a su etapa final y con la que termina un decenio de mutismo voluntario (años en lo que no pinta según hemos comentado, cosa que Tarkovski usa para imaginar esa decisión radical del protagonista de guardar silencio de palabra y pintura). La película narra la vida de Rublev desde que ya es monje y pintor reconocido de iconos; su crisis personal; su último giro hacia la pintura una vez haya descubierto su perspectiva vital y de fe adecuada para volver a pintar. No nos cuenta su periplo vital entero, sino el proceso interior de transformación en el que va fraguando el “desde dónde” pintar. Es retrato de su interioridad realizado con pocas palabras, sin soliloquios, con descripciones de la circunstancia histórica y social tan cruenta que le tocó vivir, con la narración detallada de la construcción de un campana donde Rublev aparece poco pero que jugará un papel crucial al redescubrir su actitud espiritual para pintar.
La moderna cultura de masas -una civilización de prótesis-, pensada para el “consumidor”, mutila las almas, cierra al hombre cada vez más el camino hacia las cuestiones fundamentales de su existencia, hacia el tomar conciencia de su propia identidad como ser espiritual. Pero el artista no puede, ni debe permanecer sordo ante la llamada de la verdad, que es lo único capaz de determinar y disciplinar su voluntad creadora. Solo así obtiene la capacidad de transmitir su fe también a otros. Un artista sin esa fe es como un pintor que hubiera nacido ciego (p. 66).
Estas palabras están dichas sobre sí mismo cuando reflexiona sobre su visión del arte del cine. Pero creo que se pueden aplicar perfectamente a Rublev tal como es visto por Tarkovski. El director ruso fue muy crítico con algunas facetas de la cultura que le tocó vivir. La cultura de masas configura una forma de vivir amputada ya que las “cuestiones fundamentales de la existencia” apenas si afloran en un modo de vida consumista. Es una cultura profundamente materialista ya que no puede tomar conciencia de su propia identidad como ser espiritual, no está en disposición de servir a algo superior, como él mismo dice. No parece que Tarkovski haga diferencia entre sociedad capitalista o comunista a la hora de juzgarla como materialista. Su visión es profundamente moral.
La finalidad de su arte será la de querer despertar al espectador aletargado para que entre en conexión consigo mismo por el mero hecho de ver expresada la misma vida en las películas. Tarkovski quiere hacer sentir la vida, que el espectador conecte con su humanidad olvidada. Esta es una exigencia moral que él denomina como “llamada de la verdad”. La verdad del ser humano, de su dignidad, esa llamada que gritaba el personaje Domenico en la película Nostalgia (1983) ya citada.
En el caso de Rublev, esta llamada de la verdad se entiende de manera religiosa. Su arte está al servicio de la verdad al crear imágenes que transmitan la fe desde la que están realizadas. Su arte es un servicio religioso, no la mera ilustración de las historias bíblicas. Las mismas imágenes deben manifestar la divinidad, hacer partícipes a los que la contemplan del mismo espíritu con el que fueron realizadas.
Cuando el hombre se topa con una obra maestra, comienza a escuchar dentro de sí la voz que también inspiró al artista (p.66).
Rublev deja de pintar porque su religiosidad no es todavía auténtica ya que parece más una cuestión de ideas que una experiencia.
Sería falso decir que un artista “busca” su tema. El tema va madurando en él como fruto y le impulsa hacia la configuración. Es como un parto (p. 66).
Estas ideas también considero que son aplicables a la visión que tiene Tarkovski de Rublev. Pintor prestigioso de iconos se va planteando su quehacer y entra en crisis a causa de la violencia sufrida. Tarkovski explica en el libro que los ideales de caridad, unidad y fraternidad los había interiorizado solo a nivel intelectual. Tuvieron que pasar por el tamiz de la experiencia dolorosa para hacerlos suyos verdaderamente.
Las verdades tradicionales solo siguen siendo verdades si se ven confirmadas por la propia experiencia (p. 115).
Este parece ser el tema de la película y con el que Tarkovski quiere conectar con nuestro ser espiritual. Transmitir una experiencia humana, en este caso, una experiencia de fe que permita expresar el rostro de Dios (icono), hacer partícipes a los creyentes de la presencia de Dios a través de estas imágenes. Hechas desde la fe, nosotros participaremos de esta fuente, la fe, desde la que son creadas. En el capítulo La pasión de Andrei, 1406 se dice:
Solo rezando el alma puede ir de lo visible a lo invisible.
El arte está estrechamente unido a la verdad, a la exigencia moral. El retrato de Rublev es el retrato de los ideales artísticos del mismo Tarkovski quien siempre quiso, a través de sus películas, expresar la vida, propiciar a los espectadores el contacto consigo mismo.
Creo que esta convicción es aplicable a todos. Tarkovski entiende la exigencia moral como una llamada de la verdad. No sería congruente con el pensamiento del autor que esta idea fuese aplicable solo a los artistas, aunque él la aplica directamente al mundo del arte en sus reflexiones. Si la moderna cultura «mutila las almas», como comentaba más arriba, la exigencia moral para descubrirse a sí mismo y vivir de forma verdaderamente humana es propia de todos. Tarkovski vincula, eso sí, el vivir en la verdad con la belleza, «lugar» propio de lo espiritual.
Lo bello queda oculto a los ojos de aquellos que no buscan la verdad (p. 65).
La película acaba con imágenes parciales del icono más famoso, el de la Trinidad. Del blanco y negro pasamos a la explosión del color. Rublev no quiere asustar al pueblo con imágenes horrendas de condenación como le dice a su maestro Teófanes el Griego. Su propuesta quiere llevar al creyente a la adoración, no al miedo de la condenación.
Ver este final en pantalla grande hubiese sido una experiencia profunda. En cualquier caso, impacta. No es una visión del conjunto del icono, sino que se pasea por él con la cámara.
En una obra maestra es imposible preferir determinadas partes a otras (p.68).