El Museo Thyssen, junto a Caja Madrid, organizó en 2007 una exposición bajo el título El espejo y la máscara. El retrato en el siglo de Picasso, que tuvo como comisarios a Paloma Alarcó y Malcolm Werner. La exposición expresa con el título la asociación del retrato con el espejo y la máscara aludiendo a la tensión propia de este género que se da entre la representación fiel de la apariencia (espejo) y la distorsión de la misma, lo que puede revelar aspectos no tangibles a la vez que camuflar la identidad (máscara).
El retrato es uno de los géneros pictóricos más apreciados. En las vanguardias del siglo XX fue muy trabajado aunque experimentó cambios fuertes ya que las “reglas clásicas” que servían de guía para su realización fueron subvertidas una vez que se desligó, en la mayoría de ocasiones, de ser algo hecho por encargo, salvaguardando así la creatividad artística que buscaba nuevas formas de expresión.
Calvo Serraller menciona el rostro y el gesto como los dos componentes básicos del retrato pictórico en su estudio “La animación enmascarada” publicado en el catálogo de la exposición citada, pp. 3-9. Antes de entrar en la pintura, reflexionemos un poco sobre su significación humana.
Construimos nuestra imagen
Hay una dicho conocido por todos: la cara es el espejo del alma. Se quiere dar a entender que la cara, el rostro, expresa el estado de ánimo, a la vez que el estado de salud: “tener buena/mala cara” lo usamos en los dos sentidos. El rostro es la manifestación por antonomasia de lo personal, de nuestra identidad individual, es aquella parte de nuestro cuerpo que mostramos siempre en público (salvo algunas excepciones).
Si la cara es el espejo del alma podemos considerar que nuestro rostro es, en sí mismo, retrato de nosotros mismos ya que presenta en el foro público nuestra identidad personal. Pero este “retrato” no solo es algo natural, algo dado, sino también algo sobre lo que trabajamos. Tenemos una cara acuñada por la genética a la que se sumarán huellas diversas: cicatrices y señales de enfermedades, mayor o menor delgadez/obesidad… También los hábitos emocionales dejarán su huella. Es conocida la afirmación de Lincoln de que a partir de los cuarenta años, cada uno es responsable de su cara.
A la vez, construimos nuestra imagen cada día: nos maquillamos, afeitamos, peinamos, nos ponemos pendientes, gafas de esta forma y color… Y más allá de la cara, el conjunto: nos vestimos. Con todas estas acciones vamos creando una imagen con la que queremos expresar esto o aquello, tener una buena apariencia… Nuestro mismo rostro y el vestirse es, así, creación de una imagen. Para ello utilizamos el espejo, de uso masivo relativamente reciente una vez que se fabrica en vidrio y se abarató, lo que universalizó su uso. Queremos vernos y poder ver cómo nos ven.
Este trabajo sobre la apariencia pública de nuestro yo es perenne en la historia de las culturas. Las formas de vestir, el uso de complementos, etc. son señas de identidad con las que manifestamos nuestra personalidad y nuestro lugar social. Pensemos en las “tribus urbanas” en las que la manera de vestir es representativa como seña de identidad y distinción del entorno social.
El dicho popular mencionado proviene de Cicerón: “la cara es el espejo del alma, y los ojos, sus delatores” (Imago animi vultus, indices oculi; “la cara es la imagen del alma y los ojos el índice”, Cicerón, De oratore III, 59, 221). En el rostro condensamos la expresividad de nuestro sentir, de nuestra forma habitual de estar en el mundo. Y en él, la mirada, los ojos, que expresan de manera “indicial” nuestra interioridad, ya que se convierten en expresión viva de nuestros sentimientos. Es sobre todo la representación de la mirada, lo que ha servido de base para afirmar que algunos pintores han sabido realizar retratos de una “gran hondura psicológica” al saber pintar una mirada que trasluce el estado emocional.
Además de la imagen corporal, el gesto es indicio y expresión de nuestra subjetividad. Nuestra expresividad viene marcada por nuestra manera física de estar y moverse, de sonreír, de mirar. El gesto es expresión dinámica de nuestras intenciones y sentimientos, y con el gesto también nos relacionamos con los demás: saludamos, avisamos, mostramos interés, sorpresa, temor…
Esto nos abre a la consideración sabida de que un buen retrato pictórico (o escultórico o fotográfico) es retrato del ser de la persona retratada. Utilizo la palabra “ser” de manera algo vaga aludiendo a la distinción usual entre ser y parecer. Es una distinción muy importante porque siempre estará presente en este género la tensión ya mencionada al comienzo entre una apariencia que revela o que esconde, o las dos a la vez. Pero sin entrar ahora en esta dialéctica, se puede considerar de manera inicial que al hacer el retrato de una persona se está tratando de reproducir su personalidad que se manifiesta a través de su rostro, gesto y contexto (vestimenta, símbolos de oficio, posición social…). Cada uno de nosotros hacemos eso sobre nosotros mismos con mayor o menor interés y acierto. Más allá de este trabajo sobre nuestra imagen, los pintores construyen otro tipo de imagen que solo es imagen, una realidad independiente de la persona retratada.
Retrato, otra forma de presencia de una persona (ausente)
Sobre el carácter de imagen de las obras pictóricas y, entre ellas, los retratos, ya reflexioné en otra ocasión al hablar de la pintura dentro de la pintura. Ahora, de manera complementaria, quiero fijarme en otros aspectos.
Los retratos pictóricos son imágenes hechas, realizadas. En principio, “congelan” un momento de la vida, de la expresión, del gesto. Desde los comienzos de la historia del arte se han fijado estas imágenes como lo hará la fotografía que ahora ya está al alcance de todos. En los retratos se da una peculiaridad curiosa: las personas posan. Están quietas, a veces, durante muchas sesiones de varias horas.
El fijar un momento es algo constitutivo de las artes de la pintura, escultura o fotografía. Esto recuerda a la escritura, que fija un discurso en un texto, algo sobre lo que se puede volver. Hasta hace poco, lo hablado no se registraba, era algo fugaz que había que transcribir o recordar con una memoria que, sabemos, es falible. Grabar sonidos cambió esta situación. Con la fotografía, en el ámbito de las imágenes, apareció la “instantánea”, el registrar una situación fijando un instante de la realidad que es, de por sí, dinámica, como lo es la vida humana. Con la pintura y la escultura, se crean imágenes de personas en un soporte en el que quedan fijadas y que se pueden transportar.
¿Por qué pintar retratos? ¿Qué funciones puede jugar?
Una función del retrato es el “hacer las veces de”. La imagen sería la presentación de la persona ausente. Si veo su foto, me hago idea de la apariencia de una persona de la que me están hablando y a la que no conozco. La imagen se convierte en una forma de presencia peculiar que puede tener una importancia grande a la hora de tomar determinadas decisiones.
Aquí aparece con nitidez una dimensión de los retratos que atraviesa la historia del arte. Por motivos políticos o meramente privados, la imagen creada puede no ser del todo fiel ya que busca la idealización y el embellecimiento de la persona retratada. Siempre se puede mentir descaradamente, pero casi siempre se tratará de idealizar sin falsear, cosa que no está al alcance de todos los pintores. En realidad, es algo que hacemos casi todos con las fotos. Queremos “salir bien”, que no se vea mucho este o aquel defecto… Damos importancia a nuestra imagen, tanto la vista por los demás como por nosotros mismos.
Otra función básica. Estos retratos pueden servir de recordatorio de la persona. Al ser imagen fija, estas imágenes fijan en la memoria la imagen recordada de una manera que puede ir cambiando algo los recuerdos ya que la memoria es olvidadiza. Por otro lado, la imagen me puede llevar a revivir acontecimientos vividos. En ese sentido, fortalecen la memoria.
Asociado a esto está una motivación muchas veces mencionada. La persona que encarga el retrato quiere ser recordada de una determinada manera, manifestando determinados rasgos de carácter y actitudes vitales, posición social… El poder de las imágenes es grande como sabemos. Uno de sus efectos es que ayudan a configurar la memoria de los demás: allegados, conciudadanos, súbditos en otras épocas (y en otros países hoy todavía).
Un género peculiar de retrato es el realizado mucho tiempo después de la vida de la persona retratada. Se han realizado muchos retratos de personas de las que no sabemos nada de su aspecto: muchos retratos de filósofos y literatos clásicos, apóstoles, mandatarios… Ocurre algo curioso tratándose de grandes artistas. Los retratos “imaginados” tienden a ser poco individualizados, algo genéricos. Les faltan detalles y capacidad expresiva, a no ser que utilicen como modelos a personas reales desconocidas para el gran público.
Destacan aquí los retratos religiosos. Las incontables representaciones de Cristo, tanto en la tradición occidental como oriental, han servido no solo para ilustrar los relatos evangélicos, sino para promover la devoción. Cristo, “imagen visible de Dios invisible” como dice san Pablo (Col 1, 15) tiene una suerte de continuación en el arte que retrata su humanidad. La importancia de la imagen en la vida de fe es algo reconocido. Para la Iglesia ortodoxa, los iconos, imagen de Dios, son una forma de presencia de Dios, de Cristo.
Espejo, máscara, rostro, retrato
Cuando hablamos de retrato, pensamos inmediatamente en la imagen de un rostro. Retrato se une, por lo tanto, a rostro, y rostro, como imagen de la persona que es, a la palabra griega de uso teatral de la que se deriva “persona”: prósopon, máscara. Son varias las asociaciones, por lo tanto, que se establecen entre rostro, espejo, máscara y retrato.
Ya lo he mencionado al comienzo. Entre el espejo y la máscara se establece una dialéctica que atraviesa la realidad del retrato pintado. El espejo ha servido para la realización de autorretrato, convirtiéndose así en la imagen de una imagen (invertida). Pero más allá de esto, el espejo es metáfora de una propiedad del retrato moderno, el realizado desde el Renacimiento hasta la aparición de las vanguardias: la exigencia del parecido. El cuadro tiene que funcionar como lo haría un espejo: ser reflejo fiel de la realidad. En esta concepción de retrato, tiene mucha importancia la fisonomía, el crear una imagen acorde con la apariencia exterior de una persona.
Pero, podríamos decir: “los espejos mienten”, somos más que la imagen reflejada en un espejo. Es una manera exagerada de hablar. Ese ser más, se refiere a esa interioridad, a ese conjunto de actitudes emocionales y morales, a las dudas y las determinaciones respecto a diversas problemáticas de la vida. Volvemos a lo dicho antes: si la cara es el espejo del alma es que consideramos que la imagen pública de nuestro rostro es reveladora de nuestra interioridad. Pintar un rostro, hacer el retrato de una persona, es pintar una expresión. Esa expresión se ve, y es la expresión la que manifiesta nuestro estado de ánimo. Saber retratar será dar con una expresión típica de la identidad de la persona retratada. También cabe aquí la idealización y el falseamiento ya que se puede dar a entender que una persona es muy risueña cuando no es un rasgo de carácter que la identifique, por ejemplo.
El uso de las máscaras en la primera mitad del siglo XX sirvió para ir encontrando un nuevo lenguaje pictórico en el ámbito del retrato. Pero es inevitable pensar en el camuflaje cuando hablamos de las máscaras. Las máscaras esconden nuestra identidad individual y permiten expresar cosas propias “como si no fuera yo”, representar personajes, realizar fantasías. Aunque haya revelación de algo propio, siempre habrá ocultación. Si la desfiguración en el retrato se realiza desde el modelo de la máscara, esta estrategia estará orientada a pretender desvelar secretos ocultos con una supuesta carga crítica, a criticar la mendacidad. Esto ya se hacía desde tiempos antiguos con la caricatura. Un ejemplo soberbio son los grabados de Goya. Bajo el modelo de máscara, el retrato tiene el peligro de orientarse a lo grotesco.
No creo que la explosividad creativa de la pintura del siglo XX, en lo que se refiere al retrato, se agote con la referencia a la máscara. Las vanguardias no dejan de ser estilos figurativos de pintura en lo referente al retrato. Pero también opino que con estos nuevos lenguajes se abre una ambivalencia.
Los nuevos lenguajes pueden ser capaces de ir más allá de lo visible por los ojos, y abrirse a significar de manera simbólica aspectos desatendidos. En este sentido, el retrato contemporáneo puede pintar con más riqueza y sugerencia la expresión de la persona, sobre todo, porque despierta en nosotros que los vemos, sentimientos, ideas, preguntas, que nos invitan a mirar con una atención más inquisitiva de la que experimentamos cuando nos asombra la capacidad de logro del parecido.
Pero esas nuevas formas estilísticas que utilizan la distorsión llaman la atención sobre sí mismas y ponen en crisis el carácter de signo de la imagen. El peligro de estas nuevas imágenes es la autorreferencialidad, el que la imagen hable de sí misma y se pueda llegar a perder la pretensión del retrato del “hacer las veces de”.
Esta ambivalencia entre la autorreferencialidad de la imagen y su carácter evocador y sugerente de otras dimensiones de la realidad hacen de muchos retratos del siglo XX un desafío. La pretensión del parecido con la persona retratada es algo ineliminable en este género, en mi opinión. El quedarse “más acá” o “más allá” el parecido supone un desafío también para el espectador que puede disfrutar mucho con una imagen en la que su carácter de signo queda suspendido o alterado.