El fuego fatuo es una película dirigida por Louis Malle en 1963. Basada en una novela homónima de Pierre Drieu la Rochelle publicada en 1931, narra los dos últimos días de Alain Leroy (encarnado por Maurice Ronet que ya protagonizó la estupenda Ascensor para el cadalso de 1957 dirigida también por Malle).
A veces la literatura y el cine concentran en pocas horas la narración de la historia. Pueden ser unas horas, como en Cléo de 5 a 7, de Agnès Varda (1962), o dos días como la que comentamos. La concentración del tiempo da una intensidad muy peculiar a la historia contada. Y más, tratándose de un proceso interior. Estas dos películas, las dos en blanco y negro y en París, narran un encuentro obligado consigo mismos del y de la protagonista ante la cercanía de la muerte. Son procesos interiores en los que los recursos de la voz en off, de la cámara que se mueve alrededor de los personajes en el intento de captar sus emociones y transmitirlas al espectador, o del ruido real de las calles y el tráfico recogido en la grabación, dan a estas películas un aire de documental íntimo alejado de las películas de estudio en la que todo está más “construido”. La frescura de las escenas, tan propias de esta época en el cine francés, dan a las dos películas un aire de actualidad y de realismo muy atractivo. Hay algo de impresionismo en este estilo que transmite de manera veraz una historia que les ocurre a “personas reales”, no a «personajes de una historia contada». Con ello quiero decir que este tipo de narración transmite una veracidad de lo cotidiano, de lo concreto de un aire muy diferente al cine de estudio.
El presente de la embriaguez y el presente sin pasado ni futuro
– No quiero envejecer.
– Echas de menos tu juventud como si la hubieras empleado bien –dejó escapar Dubourg.
– Era una promesa; he vivido de una mentira. Y el mentiroso era yo.
El protagonista es el que pronuncia estas palabras en un diálogo con un amigo con las que sintetiza su situación (“el mentiroso era yo”). Tras un pasado de fiestas y excesos que le hacen caer en una adicción de la que se desintoxica en un centro especializado (drogas en la novela, alcohol en la película) pasa a un presente en el que no ve futuro. Desde el presente de la historia contada juzga su pasado como mentira, y no ve posibilidad de cambio. Ahora es consciente de su vida, pero este reconocimiento no le es suficiente como para poder proyectar otra forma de vivir. Ahora es consciente de la mentira pasada, pero no ve una verdad posible, una vida que pueda ser plena.
La mentira de su pasado la describe como una huida, un moverse sin desplazarse. Sentir el movimiento, sentir la embriaguez de la vida. Puro presente sin pasado ni futuro. Es una descripción precisa y sugerente la que nos ofrece el protagonista. La sensación de vivir se experimenta en el movimiento que no parece tener meta.
– Había que desplazarse sin cesar, ir de un lado para otro, no quedarse en ningún sitio. Huir, huir. La embriaguez es el movimiento. Y sin embargo, se permanece en el mismo sitio.
Alain, el protagonista, está estancado. No quiere salir del sanatorio en el que se ha desintoxicado porque es un refugio. El mundo fuera de este centro no le ofrece posibilidades vitales. Esta negación del pasado en el que no se reconoce y la obturación del futuro le llevan a plantear una alternativa radical: tenía que “reconocerse niño o morir”. La alternativa está perfectamente expresada ante la negación del modo de vida que tanta diversión le procuró y que ya está definitivamente terminado: reconocerse dependiente y alegre, o morir. La dependencia del niño es una dependencia alegre en la que va ganando autonomía, no es la dependencia que proviene de un declive por edad, enfermedad o accidente; no es la dependencia emocional que resta la autonomía debida. La autonomía, por otro lado, no es mera independencia. Todos dependemos de los demás. La autonomía propia del adulto sano es la autonomía de un ser dependiente: todos estamos orientados a vivir con otros, necesitando de los demás para vivir bien.
La alternativa se puede expresar de otros modos: o un cambio de vida que se juzga imposible, o morir; o ser capaz de amar (y el protagonista se siente incapaz), o morir.
La abismal realidad del suicidio se plantea en la película desde el principio, con fecha. Por eso, todo lo que ocurre en la película tiene carácter de despedida. En los dos días narrados Alain va visitando antiguos amigos. Tras el período de vida fácil, disipada, fatua, vivió una temporada en Estados Unidos. Son bastantes años los que han pasado sin verlos. En uno de los sucesivos encuentros uno de sus amigos le comenta que ha madurado, que se ha casado, que tiene hijos. Es con quien dialoga en el texto arriba citado.
Todos estas reflexiones presentes en la película recuerdan a las de Nietzsche sobre el vivir dionisíaco. Parece afirmar que ese presente de la embriaguez suponía aceptar que no hay fundamento, que la realidad no tiene consistencia ( como afirma la famosa sentencia “Dios ha muerto”). Arrostrar esa situación nihilista, aceptar “que el desierto está avanzando” como el mismo Nietzsche decía, requiere de una fortaleza propia de pocos. Y uno de ellos no es el protagonista. En Alain no se da esa suerte de “misión histórica” de quien vocea el grito de Nietzsche. Es una vida individual que no quiere predicar nada a nadie.
El hastío y la desconexión
Las citas están entresacadas de esta buena crítica:
– Solo a través de ellas (las mujeres) tengo la impresión de contactar con las cosas.
– No puedo extender mis manos, no puedo tocar las cosas, además cuando las toco, no siento nada.
Ese presente roto que vive ahora el protagonista, sin conexión con el pasado y con el futuro, habla de ruptura, rasgo propio del aburrimiento como estado, rasgo del hastío vital. El que lo sufre ha perdido la capacidad de saborear la vida y se siente vacío.
La causa fundamental de este hastío y sufrimiento del protagonista es el sentir la incapacidad de amar. Sufre el no haber sido amado y el no poder amar. Por eso no hay pasado ni futuro: no ser capaz de amar es la razón para afirmar que no hay futuro. Y al no poder amar, Alain no siente nada, no experimenta el contacto con lo real. La realidad es vacua, inconsistente para él. No la puede tocar. Le gustaría, pero no puede. Es el vacío propio el que provoca para él, el vaciamiento de la realidad. La realidad, la vida, se le ha escapado de las manos. Y en esa situación, se le revela la fatuidad de la vida su carácter ilusorio. Como dice la canción de Falla en El amor brujo:
Lo mismo que el fuego fatuo,lo mismito es el quererque huyes y te persigue,le sigues y echa a correr.
En el protagonista, esta vaciedad del vivir habla de no haber podido alcanzar la madurez. En 1939, un periodista le hizo una pregunta importante a Freud: en qué consiste, cómo se alcanza una vida sana, madura, integrada en una sociedad. La respuesta es sabia: la salud, la madurez, es la capacidad de amar y de trabajar. Ninguna de las dos cosas parece saber hacer nuestro protagonista. Amar parece una meta imposible de alcanzar. Y aquí el hastío se une con la angustia donde la vaciedad se torna irrespirable.